29.1.11

Lecturas de verano: Las uvas de la ira. John Steinbeck. Capítulo 5


Los propietarios de las tierras o, con mayor frecuencia un portavoz de los propietarios, venían a las tierras. Llegaban en coches cerrados y palpaban el polvo seco con los dedos, y algunas veces perforaban el suelo con grandes taladros para analizarlo. Los arrendatarios, desde los patios castigados por el sol, miraban inquietos mientras los coches cerrados avanzaban sobre los cam- pos. Y al fin los representantes de los dueños entraban en los patios y permanecían sentados en los coches para hablar por las ventanillas. Los arrendatarios estaban un rato de pie junto a los coches y luego se agachaban en cuclillas y cogían palitos con los que dibujar en el polvo. Las mujeres miraban desde las puertas abiertas y detrás de ellas los niños, niños de cabeza de maíz, los ojos de par en par, un pie descalzo encima del otro y los dedos de los pies en movimiento. Las mujeres y los niños miraban a los hombres hablar con los propietarios y callaban. Algunos portavoces eran amables porque detestaban lo que tenían que hacer, otros estaban enfadados porque no querían ser crueles, y aun otros se mostraban fríos, porque habían descubierto hacía ya mucho tiempo que no se puede ser propietario si no se es frío. Y todos se sentían atrapados en algo que les sobrepasaba. Unos despreciaban las matemáticas a las que debían obe- decer, otros tenían miedo, y aun otros adoraban a las matemáticas porque podían refugiarse en ellas de las ideas y los senti- mientos. Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe recibir, como si el banco o la compañía fueran un monstruo con capacidad para pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mien- tras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados estaban algo orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos. Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra es pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente, Dios lo sabe. Los arrendatarios, en cuclillas, asentían, pensaban y hacían dibujos en el polvo y, sí, lo sabían, Dios lo sabe. Ojalá el polvo no volara. Si sólo la capa superior no volara...

Los hombres de los propietarios tenían una idea fija: Sabes que la tierra se está empobreciendo. Sabes lo que el algodón le hace a la tierra: la despoja de todo, la desangra.
Los hombres en cuclillas asentían, lo sabían, Dios lo sabía. Si pudieran alternar cosechas podrían bombear sangre nueva en la tierra. Bueno, es demasiado tarde. Y los enviados explicaban el mecanismo y el razonamiento del monstruo que era más fuerte que ellos. Un hombre puede conservar la tierra si consigue comer y pagar la renta: lo puede hacer. Sí, puede hacerlo hasta que un día pierde la cosecha y se ve obligado a pedir dinero prestado al banco. Pero, entiendes, un banco o una compañía, no lo pueden hacer porque esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste pero es así. Sencillamente es así. Los hombres acuclillados levantaban los ojos intentando comprender. ¿No podemos quedarnos? Quizá el año próximo sea un buen año. Dios sabe cuánto algodón habrá el año que viene. Y con todas las guerras, Dios sabe qué precio alcanzará el algodón. ¿No fabrican explosivos con el algodón? ¿No hacen uniformes? Con las guerras suficientes, el algodón irá por las nubes. El año próximo, tal vez. Miraban hacia arriba interrogantes. No podemos depender de eso. El banco, el monstruo necesita obtener beneficios continuamente. No puede esperar, morirá. No, la renta debe pagarse. El monstruo muere cuando deja de crecer. No puede dejar de crecer. Los dedos suaves empezaban a dar golpecitos en la ventana del coche y los dedos endurecidos apretaban con más fuerza los palitos que no cesaban que hacer dibujos. En las puertas de las casas castigadas por el sol las mujeres suspiraban y después cambiaban de pie, de modo que el que había estado debajo ahora estaba encima, y los dedos en movimiento. Los perros se acercaban a los coches de los dueños olfateando y meaban en los cuatro neumáticos, uno detrás de otro. Los pollos se tendían en la tierra soleada y ahuecaban las plumas para que el polvo limpiador llegara hasta la piel. En las pequeñas pocilgas los cer- dos gruñían inquisitivamente sobre los restos fangosos de su bazofia. Los hombres en cuclillas volvían a bajar la vista. ¿Qué quieren que hagamos? No podemos quedarnos con una parte menor de la cosecha, ya estamos medio muertos de hambre. Los niños están hambrientos todo el tiempo. No tenemos ropa, la que lleva- mos está rota y en jirones. Si no fuera porque todos los vecinos están igual, nos daría vergüenza ir a las reuniones. Y por fin los enviados llegaban al fondo de la cuestión. El sistema de arrendamiento ya no funciona. Un hombre con un tractor puede sustituir a doce o catorce familias. Se le paga un sueldo y se queda uno con toda la cosecha. Lo tenemos que hacer. No nos gusta, pero el monstruo está enfermo. Algo le ha sucedido al monstruo. Pero van a matar la tierra con el algodón. Lo sabemos. Tenemos que obtener el algodón rápidamente antes de que la tierra muera. Entonces la venderemos. A montones de familias del este les gustará poseer un trozo de tierra.
Los arrendatarios levantaban la vista alarmados. Pero, ¿qué pasa con nosotros? ¿Cómo vamos a comer?
Os tendréis que ir de las tierras. Los arados saldrán por los portones.
Entonces los hombres acuclillados se erguían airados. El abuelo se cogió la tierra y tuvo que matar indios para que se fueran. Y
Padre nació aquí y arrancó las malas hierbas y mató serpientes. Luego vino un mal año y tuvo que pedir prestado algo de dine- ro. Y nosotros nacimos aquí. Los que están en la puerta, nuestros hijos, nacieron aquí. Y Padre tuvo que pedir dinero prestado. Entonces el banco se apropió de la tierra, pero nos quedamos y conservamos una pequeña parte de la cosecha. Ya lo sabemos, todo eso lo sabemos. No somos nosotros, es el banco. Un banco no es como un hombre, el propietario de cin- cuenta mil acres tampoco es como un hombre: es el monstruo. Sí, claro, gritaban los arrendatarios, pero es nuestra tierra. Nosotros la medimos y la dividimos. Nacimos en ella, nos mataron aquí, morimos aquí. Aunque no sea buena sigue siendo nuestra. Esto es lo que la hace nuestra: nacer, trabajar, morir en ella. Esto es lo que da la propiedad, no un papel con números.
Lo sentimos. No somos nosotros, es el monstruo. El banco no es como un hombre.
Sí, pero el banco no está hecho más que de hombres.
No, estás equivocado, estás muy equivocado. El banco es algo más que hombres. Fíjate que todos los hombres del banco detes-
tan lo que el banco hace, pero aún así el banco lo hace. El banco es algo más que hombres, créeme. Es el monstruo. Los hom- bres lo crearon, pero no lo pueden controlar. Los arrendatarios gritaron: –El abuelo mató indios, Padre mató serpientes, por la tierra. Quizá nosotros podamos matar blancos, que son peores que los indios y las serpientes. Quizá tengamos que matar para conservar la tierra, igual que hicieron Padre y el abuelo.
Y ahora los hombres de los propietarios se encolerizaron.
Os tendréis que ir.
Pero es nuestra, gritaron los arrendatarios. Nosotros...
No. El banco, el monstruo es el propietario. Os tenéis que ir.
Sacaremos nuestras armas, como hizo el abuelo cuando vinieron los indios ¿Y entonces qué?
Bueno, primero el sheriff, después las tropas. Si intentáis quedaros estaréis robando, seréis asesinos si matáis para quedaros. El monstruo no está hecho de hombres, pero puede hacer que los hombres hagan lo que él desea. Pero si nos vamos, ¿dónde va- mos a ir? ¿Cómo nos vamos a ir? No tenemos dinero. Lo sentimos –dijeron los enviados–. El banco, el propietario de cincuenta mil acres no se hace responsable. Estáis en una tierra que no os pertenece. Una vez que la dejéis, a lo mejor podréis recoger algodón en el otoño. Quizá podáis vivir del auxilio so- cial. ¿Por qué no vais hacia el oeste, a California? Allí hay trabajo y nunca hace frío. Allí te basta con alargar la mano y ya tienes una naranja, siempre hay alguna cosecha que recoger. ¿Por qué no vais allí? Y los representantes de los propietarios arrancaron los coches y se alejaron. Los arrendatarios volvieron a agacharse en cuclillas para dibujar en el polvo con un palito, para pensar, para reflexionar. Sus rostros quemados por el sol eran oscuros; sus ojos azotados por el sol eran claros. Las mujeres salieron cautelosamente y se acercaron a sus hombres y los niños salieron prudentes detrás de ellas, dispuestos a echar a correr. Los chicos mayores se acu- clillaban junto a sus padres, porque eso les convertía en hombres. Después de un rato, las mujeres preguntaron: ¿Qué quería? Ylos hombres levantaron un instante la vista con un dolor latente grabado en los ojos. Nos tenemos que marchar. Van a traer un tractor y un capataz. Como en las fábricas. ¿Dónde vamos a ir? preguntaron las mujeres. No lo sabemos. No lo sabemos. Ylas mujeres volvieron rápidas y en silencio a las casas con los niños agrupados delante de ellas. Sabían que un hombre tan dolido y perplejo puede revolverse encolerizado, incluso contra personas a las que quiere. Dejaron a los hombres calcular y pensar, en el polvo, solos. Pasado un rato quizá el arrendatario miró a su alrededor: la bomba instalada hace diez años con el asa en forma de cuello de ganso y flores de hierro en el caño; el tajo en el que habían sido decapitados un millar de pollos; el arado manual en el coberti- zo y el pesebre abierto colgado de las vigas.
En las casas, los niños se apiñaron en torno a las mujeres.
¿Qué vamos a hacer, Madre? ¿Dónde vamos a ir?
Las mujeres respondieron:
Aún no lo sabemos. Salid fuera a jugar. Pero no os acerquéis a vuestro padre, que a lo mejor os zurra.
Las mujeres siguieron trabajando, pero sin dejar de mirar a los hombres acuclillados en el polvo, perplejos y pensativos.
Los tractores vinieron por las carreteras hasta llegar a los campos, igual que orugas, como insectos, con la fuerza increíble de los insectos. Reptaron sobre la tierra, abriendo camino, avanzando por sus huellas, volviendo a pasar sobre ellas. Tractores Diesel que parecían no servir para nada mientras estaban en reposo y tronaban al moverse, para estabilizarse después en un ronroneo. Monstruos de nariz chata que levantaban el polvo revolviéndolo con el hocico, recorrían en línea recta el campo, atravesándolo, a través de las cercas y de los portones, cayendo y saliendo de los barrancos sin modificar la dirección. No co- rrían sobre el suelo, sino sobre sus propias huellas, sin hacer caso de las colinas, los barrancos, los arroyos, las cercas, ni las casas. El hombre sentado en el asiento de hierro no parecía humano: con guantes, gafas, una máscara de goma sobre la nariz y la boca para protegerse del polvo, no era más que una parte del monstruo, un robot sentado. El trueno de los cilindros retumbaba por los campos hasta ser uno con el aire y la tierra, de modo que éstos murmuraban con vibraciones simpáticas. El conductor no podía controlarlo; atravesaba el campo en derechura invadiendo una docena de fincas y regresando en línea recta. Un giro de los mandos podría desviar la oruga, pero las manos del conductor no podían darles el giro porque el monstruo que había cons- truido el tractor, que le había mandado salir se había introducido de alguna manera en las manos del conductor, en su cerebro y en sus músculos, le había puesto gafas y amordazado, unas gafas en la mente y la percepción, una mordaza en el habla y la protesta. No podía ver la tierra tal como era, ni olería tal como olía, no podía pisar los terrones o sentir el calor y la fuerza de la tierra. Sentado en un asiento de hierro pisaba pedales de hierro. No podía aclamar, golpear, maldecir ni animar a esa extensión de su poder y por eso mismo tampoco podía aclamarse, golpearse, maldecirse o animarse a sí mismo. No conocía la tierra, no la poseía, no confiaba en ella ni le imploraba. No tenía la menor importancia que una semilla plantada no germinase. El que la joven planta pugnando por crecer se agostara en la sequía o se ahogara en una lluvia torrencial le era tan indiferente al conduc- tor como al tractor. No sentía más cariño por la tierra que el que pudiera sentir el banco. Podía admirar el tractor: sus superficies de máquina, sus oleadas de potencia, el rugido de sus cilindros detonantes; pero el tractor no era suyo. Tras el tractor rodaban los discos brillan- tes que cortaban la tierra con las cuchillas; aquello no era arar, sino una especie de cirugía: la tierra extraída era empujada hacia la derecha, donde la segunda fila de discos la deshacía y la volvía a empujar a la izquierda; cuchillas cortantes que brillaban pulidas por la tierra lacerada. Y, arrastrados tras los discos, llegaban las gradas con sus peines de hierro, deshaciendo los te- rrones hasta que la tierra quedaba nivelada. Después de las gradas entraban en escena las grandes sembradoras, doce penes curvos de hierro, erectos en la fundición, cuyos orgasmos los producían los engranajes, que iban violando la tierra metódica- mente, sin pasión. El conductor sentado en su silla de hierro se enorgullecía de la rectitud de las líneas que no se hacían por disposición suya, del tractor que ni poseía ni amaba, de ese poder que no estaba bajo su control. Y cuando aquella cosecha crecía y luego se segaba ningún hombre había desmigajado un terrón caliente con sus manos dejando la tierra cribarse entre las puntas de los dedos; ninguno había palpado la semilla ni anhelado que ésta germinase. Los hombres comían algo que no habían cultivado y no había conexión entre ellos y el pan. La tierra daba frutos sometidos al hierro y bajo el hierro moría gradualmente; porque no había para ella ni amor ni odio, y no se le ofrecían oraciones si se le echaban maldiciones.

26.1.11

El tipo de la estación


Ricardo Gutman

Llegando a La Banda, 11 de Enero de 2011

El Tete cumplió años en el tren. Veintiocho. Feliz cumpleaños. Esperamos que sean las doce y lo felicitamos. A duras penas pude conciliar el sueño, el vaivén del vagón y el concierto de rieles no sólo dificultan el escribir sino también el sueño. Gran parte del viaje lo pasé mirando por la ventana hacia la noche, mirando la nada si se quiere, de vez en cuando las estrellas cuando el acrílico que escuda las ventanas deja ver, recortado, un pedacito del cielo. Dicen que le ponen esos protectores porque al pasar por las villas cascotean el tren. No sé si será verdad pero me dolió igual al escucharlo. Quién sabe.

El vagón dentro de todo estuvo tranquilo. Ya se sabe que los pibes son pibes y en viajes como estos se vuelven molestos. Pero podría haber sido peor si a los chicos de raros peinados nuevos la merca les hubiese pegado para adelante. Estuvieron tranquilos, incluso hasta durmieron. Yo preveía una noche de guitarreadas pero no fue así. A pesar de todo con suerte pude pegar un ojo, sueños de diez minutos como mucho, hasta que empezó a clarear. Adentro, por decirlo de alguna manera, es todo ruido.
Algo raro había en ese vagón, como si conociese a toda esa gente de algún lado, desde antes.
Antes de que el sol se anime definitivamente ya nos habíamos instalado en el comedor. Pedimos desayunos, yo un cortado con 3 medialunas y Cléber una lágrima con 2 facturas. No pude evitar y felicité al mozo por el equilibrio. Todos unos maestros estos vagos. Miro el reloj y calculé que más tardar al mediodía estaríamos en Tucumán. Todavía faltaban 5 horas de viaje para llegar a destino. Poco a poco nos vamos internando en el monte, los chañares todavía me son familiares.  Me acuerdo del tipo de enfrente del vagón, que va a La banda con sus cinco hijos y su mujer. Fue ese tipo el que nos avivó en Rafaela, en la estación, cuando la gente empezó a amontonarse. Las horas previas antes del tren la discusión era ver que hacíamos, si nos tomábamos el cole o hacíamos dedo. Habíamos quedado en hacer dedo, hoy creo que nos hubiésemos tomado el primer cole de la terminal que nos dejase más cerca de Tilcara. Contradicciones de la vida si se quiere, demasiado pequebú para algunos, cansancio para otros, pragmatismo para otro resto. En esos momentos la aventura todavía estaba latente y si no hubiese sido por ese hombre nos hubiésemos tomado el cole. Con él organizamos la subida, el poco orden posible dentro de ese caos de horizontalidad pasajera sin boleto, sin seguro. El tipo sabía cómo eran las cosas.
Lo recuerdo en un momento de la noche armando los sánguches para toda la familia, sirviendo gaseosa, abriendo las mantas para que los pibes no tuviesen frío, retándolos cuando hacía falta si se ponían cargosos, comiendo último el pedazo más chico. En plena madrugada su nena se lastimó el dedo cuando fue al baño y el tipo fue el que corrió vagón por vagón buscando al médico. La nena lloraba el hombre se desesperaba. Lo imaginé changarín, peón de campo, albañil. Tenía las manos gastadas y duras cuando me fijé en él en el andén de Rafaela. El rostro también lo tenía curtido, de cejas anchas, ojos negros pero a diferencia de las manos había esperanza en esa cara, no sé, el convencimiento de alguien que sabe que las cosas van a mejorar. Lo imaginé un tipo madrugador, con sus vicios si se quiere, pero laburante.
El vagón vuelve a moverse y yo voy terminando el agua que pedí para que el café no me deje empastada la boca. Le pregunto al mozo en donde estamos. “Saliendo de La Banda”, me dice. Seguro que el tipo ya se bajó, pienso para adentro. Mientras volvíamos a nuestro vagón y nos alejábamos del comedor los pibes hacían cola en las piletas para lavarse los dientes. Cuando llegamos a nuestros asientos comprobé que el tipo y su familia se habían bajado. Puta madre. Me hubiese gustado saludarlo.  

Cabezas ¡Presente!


Martes 25 de Enero de 2011

Ante un nuevo aniversario del asesinato del reportero gráfico, desde la APSF renovamos el reclamo por que sus asesinos cumplan con sus condenas efectivamente.
Este 25 de enero se cumplen 14 años del crimen del reportero gráfico José Luis Cabezas. La fecha nos encuentra como colectivo de trabajadores y trabajadoras de prensa renovando el reclamo para que sus asesinos cumplan sus condenas de manera efectiva.
Cabezas fue brutalmente asesinado por informar y mostrar a la sociedad una realidad donde se entrelazaban políticos, policías y empresarios corruptos. Podemos decir que se trató de un asesinato político que tenía el objetivo de enviarle un mensaje a toda la sociedad. Su muerte carga con un significado especial: el poder no debe ser mostrado. Hasta febrero de 1996 el rostro del poderoso empresario Alfredo Yabrán era desconocido para la mayoría de los argentinos. Una foto de José Luis Cabezas lo hizo tapa de la revista Noticias.
Continuar recordando a Cabezas es reivindicar la vida, es defender la libertad de expresión y el derecho a estar informado. Pero también es una oportunidad para alertar a la sociedad sobre la necesidad de enfrentar y erradicar toda forma de violencia destinada a silenciar o condicionar a los trabajadores de prensa.
Porque a pesar del compromiso y el esfuerzo de miles de trabajadores de la comunicación, la precarización laboral en un gran número de empresas periodísticas y las prácticas abusivas de muchos dirigentes políticos y empresarios, provocan que la sociedad santafesina aún no tenga garantizado el derecho a recibir información veraz, plural y de calidad.
Desde la Asociación de Prensa de Santa Fe, una vez más, decimos: “Cabezas, ¡presente!”.

25.1.11

Era un piano enorme del tamaño de una sandalia...



Fabio Peralta

Era un piano enorme del tamaño de una sandalia vista por una hormiga colorada bebé. Lo extraño sobre todo era que aquel hombre llevase dicho instrumento sobre el ala del sombrero y no como buen cristiano laborioso al hombro o con una correa al cuello. Lo miré, intempestivo y modesto, quería que me viera, a veces las bocas sin contacto de ojos se niegan a hablar. Noté que noto que yo le miraba por qué se hizo el boludo y se bajó un poco el sombrero para tapar sus ojos peligrando la caída del piano. Y ahí no dudé, guarda hombre con ese piano que se le va a caer. ¿Qué piano? preguntó. Resultó que el hombre no sabía que lo llevaba, me habló de él con la desgracia de a quién lo caga una paloma. ¿Y no se dio cuenta que le cagaron un piano? insisto yo. Y no vio cómo es ahora la gente que las cosas se rompen y compran otras, y vengo de por allá de la zona que abunda en balcones, y me lo han arrojado.
Le pedí si me permitía una de Chopin. Y me regaló el piano lo que confirmó a mi entender de que a aquel le había caído un piano y no se había enterado. Acá se lo dejo. Gracias por avisarme, me hizo acordar a un cuento de un estúpido que leí una vez que decía que hoy por hoy nadie da bolilla a nadie y que podés andar con una gallina en la cabeza que a lo sumo te cagan a trompadas pero no te preguntan cómo llego ni nada, ha sido usted muy amable. Y se marchó. Yo que pensé que el hombre aquel traía en su cara la vergüenza de piano en el sombrero, pero su evitación habrá sido por otras cosas. Ya de lejos noté lo absurdo del caso y le pegué un grito: oiga, ¡¿y cómo sobrevivió a un piano?! Y muy racional me contesto: con los avances de la medicina uno ya está salvado antes de la condena. Sabias palabras dije y le aconsejé que vaya mas cerca de la calle que de la pared mientras le señalaba una maceta recién posada en su sombrero.  ¿También la quiere? dijo. No, ya con el piano es mucho muy suficiente. Y ahí quede en la esquina de Caseros y Alvear, con un piano.

Lo probé. Algunas teclas estaban medias medias. Otras sordas del todo. Levante la tapa para ver como andaba la cosa por dentro. Para no creer: un perro marino pero callejero, yo lo conocía, andaba siempre por acá por el barrio, y ahora estaba ahí, bajo agua, y de las patas le salían tentáculos. Qué carajo ¿existe este espécimen o es efecto de la modernidad? He visto perros policías pero marinos… Y ahí fue que un rayo de sana cordura me habilitó un pase a la buena realidad cruel y me dije, como siempre, o estoy en un sueño o no es más que un cuento de este escritor que se hace llamar con mi nombre. Y para probarlo, gran idea, me propuse tocar Chopin, yo no sé tocar el piano aunque puedo estar tocándolo por horas, me senté y dije ¿cómo era esa?, la gran polonesa brillante, vamos, y toqué cualquier cosa.
Mi desesperación se acrecentó porque si estaba despierto estaba loco. Efectivamente no sabía tocar el piano como en la realidad. ¿Por qué ese perro acuático? ¿Si cerrara los ojos seguiría existiendo todo aquello? Volví a mirar y ahí seguía el can ahora acompañado de una gran tortuga que se comía un enorme pan casero. Va en aumento la cosa, en que mierda puede terminar una algo así. Me sentí molesto no por lo irreal del caso que después de todo es lo de menos, me dolía por que yo había sido quien paró al hombre aquel y le preguntó por el piano, sentía una culpa ingobernable, no solo de lo creado frente a mí sino hasta culpa de sentir. ¿Que he hecho?,¿ porqué me he abandonado?,¿ a dónde y cuándo? Pero que importa. ¿Qué me importaba lo impracticable de un universo así? Sin embargo las gentes pasaban y me hinchaban: tocate una de Beethoven!!! Pero todo era muy pausado para mi, lento, discontinuo….beto…..ben……¿yo soy beto? ¿Para qué me llaman?. No, no sos beto me dijo la voz de mi madre. Mire para todos los lados.¿ Desde dónde me habla? Y si me suicido? Si es un sueño despertaría, como en los sueños. Aunque he soñado que me moría y me veía muerto a mí dentro del sueño así que quién sabe. Bien, me dije, es esto una batalla, cuál es mi flanco, dónde mis armas. Soldado que huye sirve para otra mierda.
Entonces corrí como conejo en cámara lenta. En el aire pensaba como este falso delirio, esta burda copia de un realismo trágico, podía ahuyentarme así…y ya en el suelo: no saber de quién huir, de mí, de vos, de Dios mismo.  No logre hacer unas dos cuadras que una lanza me atravesó. La pucha me dije, justo cuando comenzaba a dominar esta locomoción y en vísperas de pascuas que los niños adoran tanto la coneja que trae huevos. Y se acercó un muchacho, le vi cara conocida, pero con ese conocimiento doloroso de sentirlo desde toda la vida. Habré sido yo en alguna encarnación pasada. El vago me piso la cabeza para hacer palanca y retirar la lanza de mi conejo cuerpo. Que añorado dolor era aquel, un fuego feroz debatiéndose con un frío inminente. La muerte. La sangre me chorreaba. Fui levantado de las orejas y puesto a la altura de los ojos de mi cazador. Creo que ambos queríamos vernos. El me dijo: pobre conejo, pensar que puedo ser vos. Yo solo lo pensé pues los conejos no hablan: efectivamente, para otra mierda.
Fui comido, despellejado, de huesos chupados en caliente estofado, y a pesar, aún estaba allí. ¿Dónde estaba? No era mi cazador pues lo estaba viendo. Y al querer ver mi cuerpo la imagen me giraba en tres sesenta y nada. Yo era un punto conciente en la nada. Bueno, como punto puedo irme a Cayastá a reposar bajo algún sauce, o mirar por debajo de minifaldas sin peligros de moral. Pero no, este punto se movía dónde aquel cazador mío iba. Bien, que me importa si así tengo que estar una vida entera, lo espero a este vago, total tengo todo el tiempo del mundo, pero me gustaría saber que fue de aquel piano, para qué aquellas escenas, por qué causas este efecto? Pero que importa. Al fin y al cabo yo era punto y no más, aunque también pantalla, yo era todo lo mirado, porque del punto no tenía noticia, solo una vaga intuición de que eso era.
En fin. Y allí permanecí mirando a mi cazador hasta que un tiro en su frente lo tumbo de espaldas al suelo. Yo. Punto. Me ubique sobre él y desde arriba lo observaba, muerto. Que ojos tan grandes tienes se me ocurrió decir y me vino la sensación de ya haberlo dicho alguna vez, en algún otro punto. Giré. Quería descubrir la procedencia de aquel proyectil. Solo vi un fusil apoyado sobre un viejo árbol. Busqué más. Intentaba dar con su dueño. Me hacía la idea de un soldado. Pero no. Resultó que el dueño de aquel disparo fue el fusil y no más que él porque enseguida se  vino caminando como lo haría un fusil caminante, se acerco a mi lado y con su voz característica dijo a su víctima: te he estado buscando y por fin te hallo.
Estaba loco aquel fusil hablándole a un muerto. Luego se inclinó sobre el cuerpo en señal de reverencia y allí detecté su falsa identidad pues se dobló por la mitad, inclinando el caño como lo haría una escopeta. Entonces le dije: ¡Ajá! con que sí! te la tirás de fusil pero o no eres más que una burda escopeta. Quién habla, comenzó a gritar el falso fusil, quién está ahí; desesperado, con su mira a todos lados. ¿Por qué has matado a mi cazador, qué has ganado al hacerlo? Y sus gritos se hacían más grandes. ¿Quién habla? de la cara, cobarde, decía en un dejo de calibre simulado. Cuando hablaba movía su gatillo y un aliento a pólvora salía de su caño. Soy yo, le dije, el que soy, un punto invisible a tu lado que no puedes ver, ahora bien, dime, por qué le has matado. Y dijo , pues bien, aunque me sienta como un loco hablando solo, si es necesario para que calles lo diré, fue hace muchos años ya, este hombre y yo viajábamos a todos lados, el sabía direccionarme con precisión y lealtad, sobre sus brazos yo era un niño en los senos de su madre. Andábamos por diferentes tierras, haciendo justicia, matando por piedad, pero un día se arrepintió de todo, y con enojo me arrojó a lo profundo de un río, allí estuve como el salmón remando contra la corriente hasta llegar a un lugar tranquilo, durante años, y llegué a una orilla, me sentí como un iniciado reptil después de tanto tiempo bajo el agua, y mi único recuerdo, mi exclusivo designio óntico era matar a quien me arrojo de sus brazos…
Entiendo, o puedo yo entender, pero ahora dime, ¿te sientes mejor ya? ¡No! gritó en alevosos disparos al cielo, no sé qué he hecho, he cumplido mi fin y advierto que no me completa, me siento vacío, sin balas ni explosiones que ejecutar, siento una extraño culpa ante mis deseos de no querer existir ya… y tu, ¿tu quién eres? No más que un punto invisible en el espacio, fui un conejo que tu victima cazó y comió, y antes solo recuerdo estar parado en una esquina tocando el piano ante un tumulto de gente que quizás por razones de mala ejecución me ahuyentó. Creo que me llamaba bethoven. ¿Y ahora que harás, tienes pensado seguir viaje a algún lugar?, sabes por qué te lo pregunto, porque desde que este hombre me dio caza he permanecido frente a él, inmutable, esperando paciente su  muerte para así volver a gozar la esperanza de una libertad, y llegas tú, y das su muerte, y creo que ahora permaneceré frente a ti otra eternidad pero con una radical diferencia, a mi cazador era en vano hablarle, él era sordo a mis palabras, quizás por motivos dimensionales, pero tu si puedes oírme y, a pesar , mas haya de lo desafortunado del caso eres mejor compañía.
Yo no quiero estar contigo dijo soberbio el fusil, mi camino y mi destino son propios y no te pertenecen, yo soy la soledad, no admito compañías ya, así como no soportaría que otra persona me cargue en sus brazos para ejecutar disparos en vano pues ahora soy libre de poderlos yo mismo ejecutar, tampoco admito compañías por que insisto, yo soy la soledad… jajaja, me le reí con sincero amor, si que serás una buena compañía, demasiado literaria para mi gusto pero que mas da, y ya entenderás, como yo lo vengo haciendo, que toda libertad ganada parece ser la compañía de algo o alguien más.
Fusil giró y a paso de arma enfiló por un estrecho camino zigzagueante que se perdía por un bosquecito de finos y altos árboles. Si yo hubiera podido decidir algo. Pero al parecer la presencia viva de algo frente a mí me imantaba. Así fue que lo seguí, silencioso, expectante de su presencia y el camino. Al atravesar el bosque aquel, que no nos llevo más de unas dos horas,  difícil determinarlo en tal estado, pero lo supongo por la marcha de fusil, dimos con un lago, tan redondo como un estanque y no más grande que un charco visto desde las nubes aquellas mas allá. Fusil torció su caño y bebió con loca sed. La escena me movió a romper el silencio: ¿y toda esta agua no te tienta a volver a ella? Sigues ahí- me contesto decepcionado- tuve la esperanza de que fueras solo una ilusión pasajera, una aparición santa ante una muerte tan anhelada, y tu, ¿quisieras volver a tocar el piano? Tenia razón, de nada sirve volver simplemente unos pasos atrás, con la frente marchita y las nieves del tiempo plateando mi ser, entonces dije: si a mí me preguntaras te diría que no quiero nada, ni esta nada que soy, y todo por la terrible sospecha de que mi destino, transformación constante, solo necesite de esto para perpetuarse, seguir y seguir en la eterna mutación; antes cambiaba de cuerpos, en ellos reposaba y podía beber agua como tú, o sentir el viento en mi cara, o recibir una lanza en mi pecho como ayer, ahora, la condena parece haber virado su rumbo pero en esencia es lo mismo, si antes habitaba cuerpos ahora los presencio, y por eso te digo que quizás, así como presencié a aquel cazador con la intuición de haber sido él, puede que yo ahora sea tú también, pero quien sabe, quizás lo mejor sea hacernos al silencio.
Si dijo fusil, al silencio, callar por un momento tanto agónico deseo de vivir algo supremo que no reclame nada mas, ya entiendo tu condena , y tú sabes la mía, ahora marchemos en silencio, prometo no ser por demasiado tiempo tu piedra en el camino. Y así, seguimos rumbo, convoyados por un sol nunca jamás tan amarillo

Primer día: Averiguación de antecedentes o rezando por el tren


Ricardo Gutman

Rafaela, Lunes 10 de enero

Ya el sábado la ansiedad me empezó a comer. A pesar de eso terminé de armar la mochila una hora antes de salir. Me quedó corta. Y eso que el Tete me enseñó a armar la mochila como la arman los militares. Tuve que agregar un bolso. De repente empecé a encontrar las cosas: el par de pilas que me faltaban desde hacía seis meses y la riñonera perdida hace años que a duras penas me entra. Han pasado los años, seguro.
Salimos de San Cristóbal con lluvia, como una despedida aunque no lo sea. Carlos tuvo la buena onda de llevarnos a Cléber y a mí. Para las ocho ya estábamos entrando a Rafaela. Anda lindo el Punto.
La ruta está horrible, cada vez peor; hasta Ataliva fue esquivar algunos pozos y comernos otros. Como no podía ser de otra manera el viaje pasó hablándose de autos (con Carlos el tema es ineludible), del estado de las rutas d la provincia en comparación con otras rutas de otras provincias, del crecimiento del parque automotor y ek atraso de la ruta 13, ya proverbial. A esta altura todas las rutas de la provincia debiesen ser de cuatro carriles, afirmé como una obviedad. Arlos asintió al momento. “Parece que no tuviésemos gobernantes” dijo como al pasar. Nadie dentro del auto lo contradijo. En Ataliva la ruta mejoró ostensiblemente. Llegamos a Rafaela bastante rápido.

Nos despedimos de Carlos a eso de las 8.30 en la estación de servicio Sol que está a unas cuadras de la estación de trenes del NCA, creo que el ex Mitre. Desayunamos, yo de manera frugal con un desayuno completo y Cléber tranqui con un cortado chico. Así empezaba la mañana. En tren de amenizar la charla y conocernos un poco más mi compañero me contó las tristes experiencias de la patria gringa. El progreso también tienen sus lados negativos. Una lástima, parecen lindos lugares donde vivir.
Tomamos Avenida Mitre caminando hasta la plaza 25 de Mayo. Sin nada que hacer hasta las 21 horas, hora del tren, miramos vidrieras y nos sentamos en la primer sombra de un árbol que vimos. Coincidió que abajo había un banco de plaza así que optamos sentarnos en ese preciso banco puesto por dios como un regalo para el viajero. Cuando parás todo cambia. La espalda ya no me daba más. El jardín de frente nuestro está lleno de gorriones y alguna que otra paloma viene a buscar sus migas. Habrán sido, sin temor a equivocarme, las diez de la mañana. Siempre me pasa lo mismo con las cosas que no entiendo. No sé donde va la gente, que es lo que hace, porque hace lo que hace y que lo obliga a hacerlo, quizás las cosa más importante de todas. Es seguro que pasan cosas en las vidas de las personas que anda por la vereda pero desde la perspectiva de mi banco es incomprensible todo el movimiento, caótico si se quiere, de gente y autos yendo de un lado a otro por las calles que circundan la plaza. Son las diez de la mañana y esto es un hormiguero. Sé de lugares peores. Lo que impresiona, de última, es el contraste. Me estaré volviendo un pueblerino. Habrá que tomar medidas.
Como ya no sabíamos que hacer decidimos enfilar para la estación de trenes para ver que onda. A mitad de trayecto, creo que a cuadras de haber salido, unos señores policías nos paran por portación de cara y portación de mochilas en pleno centro de Rafaela. Perdón, dos señores policías y una señorita. Averiguación de antecedentes. Y eso que me afeité la tarde anterior que si no no sé. Amablemente nos preguntaron quienes éramos, de dónde veníamos y que hacíamos en Rafaela, amablemente respondimos con la más absoluta verdad. Amablemente entonces nos pidieron que entrásemos al móvil para llevarnos a la Comisaría 1º para constatar que nosotros éramos quienes decía ser, cosa que si se piensa bien no mucha gente puede dar fe de ello. Y así partimos hacia la comisaría 1º con nuestros nuevos amigos, entre otras cosas porque ninguno de los dos tenía nada que ocultar y nunca nos pararon y nos llevaron a una comisaría para averiguación de antecedentes .
La señorita oficial con una seca amabilidad nos preguntaba los datos, los otros dos nos chamuyaban y llegado el caso nos gastaban. Cléber y yo hervíamos de la bronca. El viaje fue corto. Todo tranqui, los bolsos en el baúl y yo en la parte trasera del auto debajo de un bolso que debe de haber sido de uno de ellos tres, mi otro bolso azul y un chaleco antibalas que andaba perdido por ahí. Una vez que me saqué todo entramos a la seccional. Antes de dejarnos el policía que nos detuvo primeramente no hizo firmar un acta mientras el explicaba en correcto castellano en que consistía dicho papel. Me hice medio el gil y demoré un poquito, llegué a leer que no me podía demorar más de seis horas en la comisaría por lo que nos estaban demorando. Calculé que llegado el caso igual llegaríamos a horario para el tren. Firmé. El Cléber también. Se despidieron y nos dejaron en manos de los de mesa de entrada. Supongo que habrán salido a buscar otras caras y otras mochilas.
Dentro de la seccional nos volvieron a preguntar lo mismo y a hacernos las mismas cargadas. Después entendí que la chica que hizo el acta tenía una letra horrible y a decir verdad estos eran mucho más sociables que los otros. Después tuvimos que firmar el libro de visitas, le dieron los papeles a lo que supongo sería su superior. Nos quedamos un rato, como para cumplir hasta las 11. la oficial de mesa de entrada me preguntó donde íbamos y que para la vuelta, cuando pasásemos por Rafaela, les mostrase las fotos. Le dije que no tenía intenciones de pasar por Rafaela de nuevo pero le di mi Facebook y la dire del blog para que vea los paisajes y lea las crónicas, no sé si visitó el blog pero por lo menos lo anotó. Lo bueno de todo esto es que nos dejaron a dos cuadras de la estación de trenes así que cuando salimos de la seccional encaramos para ahí.
Se puede decir que ahí comenzó el periplo. En la estación nos confirmaron que nunca se sabe bien si hay lugar en el tren ya que si bien para en Rafaela no hay oficina de venta de pasajes de Ferrocentral, por lo tanto hay que esperar hasta las 21 horas si n viene con retraso y pelearse por los lugares. No hay tu tía. Recién eran las 11 pasadas y por lo que sabíamos el tete llegaba a las tres de la tarde en colectivo. Eso era mucho tiempo al cuete. Cerca del mediodía pasó el primer tren, el carguero del NCA. Extrañaba ese estruendo. Los durmientes saltaban como si estuvieran de fiesta y la formación parecía no terminar más. El maquinista no aflojó nunca y tiró al pasar un papel que un tipo que habrá cumplido funciones de encargado o que se yo recogió como pudo en el borde del andén. Cuando terminó de pasar la estela del estruendo todavía seguía resonando en el andén. Recién ahí me di cuenta de que el reloj de la estación no andaba. Estaba clavado a las 11. Da igual, total no lo necesitan.
Nos quedamos un rato y después empezamos a caminar, a acelerar el tiempo si se quiere, por lo menos la intención. Paramos en la plaza Sarmiento, a unas cuadras de nuestra estación pero enfrente de otra estación, la del Belgrano, en el banco con más sombra. He podido comprobar que la inactividad y estar al pedo genera pensamientos vandálicos y delinquivos porque de tan al pedo que estábamos pensamos en cagar a palos a unos pibes que esperaban el bondi y en robarle la gaseosa a un pobre viejo que estaba sentado en un banco cercano. Ni lo uno ni lo otro ocurrió porque los vagos se fueron en el bondi y seguro nos hubieran molido a palos y no somos porquerías como para robarle a un viejo por más al cuete que estemos.
En Boulevard Santa Fe encontramos la primer estación de servicio con comedor porque nuestra posta, la Sol, estaba clausurada por limpieza. Nos habían dicho de un ACA cerca pero encontramos una Shell antes donde comí el peor sándwich de mi vida, cuatro sándwiches de miga envasados con gusto a vinagre. O a mostaza. O a mostaza, mayonesa y vinagre todo junto. Horribles. Trece pesos. Me vieron la cara. De siesta Rafaela es igual a San Cristóbal.
Para la tres estábamos en la plaza de la mañana y lo encontramos al Tete. Lo pusimos al tanto de la situación y decidimos volver donde los trenes. Creo que le hicimos surcos a la Avenida Mitre. A las cuatro de la tarde nos instalamos en el andén. El sol nos fritó el cerebro. Parecíamos quinceañeras sacándonos fotos. Los empleados del NCA nos miraban de reojo desde sus oficinas con aire acondicionado. La tarde se pasó entre pelotudeces, experimentos fotográficos y Valeria, una entrerriana veterinaria que iba a Tucumán a visitar al novio y de la cual los tres nos enamoramos perdidamente. Divina la piba. Para las 20 ya había unas 20 personas en el andén además de nosotros, Valeria y un matrimonio con seis hijos que iba a La Banda. Entre todos hablábamos de la porquería de que no haya una oficina en Rafaela del concesionario del tren de pasajeros. La gente caía con mates. Otros a despedir.      
Me he dado a la tarea de escribir este diario de viaje. He comprobado que no será fácil, la gente cree que o bien uno está loco y hay que explicarle el porque de esa escritura cortante, que deja de lado a los demás y a los que viajan con vos para que no se embolen cuando te colgás y no le prestás atención. Dividir los tiempos es difícil. Evitar las miradas de los desconocidos también. Las 8.30 y todavía esto no termina. El tren tiene demora de una hora al menos. La gente se sigue amontonando en el andén. Ahora llegan familias. Esto pone nervioso a cualquiera. Ahora es un buen momento para elevar una plegaria. Los fluorescentes ya se han prendido menos el que está arriba mío y flashea sin parar. Si sigue así me va a quemar los ojos.

En el tren
Todavía es lunes. Subimos pasadas las 22. justo. Tete, Cléber, Valeria y yo. Subimos en clase nac&pop. 33 mangos hasta Tucumán. Ya pasaron los nervios. Un vagón dominado por mochileros, los nuevos hippies urbanos de las grandes ciudades. Pero no son los únicos. También hay familias que seguro van a ver parientes y estamos nosotros, los como nosotros, mestizos entre todos, los que se entremezclan. El vaivén del tren dificulta la escritura. Cerca de Arrufó me dicen. Me enamoré al menos de tres cuartas partes de las hippies modernas que desfilan por los vagones. Es más fuerte que yo, man, aunque la mayoría no sea más que una pose afectada tratando de decir algo vago. Me caso. Aunque ellas no lo quieran. Sólo por la metáfora lo hago. Y de Valeria (suerte la de tu novio chiquita que te ve dormir todos los días). Los gritos de los chicos empiezan a dominar el lugar. No son muchos pero se hacen sentir. Algún que otro celular rebosa de cumbia, un grupo de estos hippies juega al juego de la oca. Todo normal diría yo.        

9.1.11

Nos vemos



Me voy. Vacaciones. Quien sabe lo que va a salir. Todavía está todo por ver. Mañana lunes salgo para el norte, en tren, desde Rafaela, con el Tete, Cleber, y si las cosas se dan el tano Carlino. Todos merecemos unas vacaciones. Al menos los otros seguro, otros, la gran mayoría, pensarán que yo no las merezco, lo cual es entendible llegado el caso. Pero la verdad me chupa un huevo. Rafaela, Tucumán, Salta, Jujuy, Tilcara y Purmamarca, esos son los ejes del viaje. Haremos base en Tilcara y de ahí lo que salga. Si alcanza haremos alguna noche boliviana. A lo mejor no vuelvo.
El bolso todavía está sin terminar. Mi vieja me corre cada cinco minutos para saber que me falta y yo desesperado por encontrar el confeblock porque me propuse confeccionar algo así como un diario de viaje. Trataré de escribir y publicar a medida que pasen los días. No tengo idea donde iremos, todo está en la cabeza del Tete. Veremos que sale. Nos vemos.  

1.1.11

La parrhesía


Parrhesía:  práctica de decir la verdad “sin esconderla con nada”, bajo el riesgo del rechazo o la ira del interlocutor.

Por Michel Foucault *
Este año querría continuar el estudio del hablar franco, de la parrhesía como modalidad del decir veraz. Llegué a la noción y la práctica de la parrhesía a partir de la cuestión, tradicional en la filosofía occidental, de las relaciones entre sujeto y verdad. Grande fue la importancia en la moral antigua, en toda la cultura griega y romana, del principio “hay que decir la verdad sobre uno mismo”. Pueden mencionarse prácticas como el examen de conciencia prescrito entre los pitagóricos o los estoicos, del que Séneca dio ejemplos tan elaborados y que volvemos a encontrar en Marco Aurelio. También esas correspondencias, esos intercambios de epístolas morales, espirituales, cuyo ejemplo también puede hallarse en Séneca. Han dejado menos huellas otras prácticas como las libretas de notas, especies de diarios que se aconsejaba llevar, ya fuera para el registro y la meditación sobre las experiencias vividas o las lecturas hechas, ya fuera para contarse uno mismo, al despertar, los propios sueños.

Hay cierta tendencia a analizar esas prácticas del decir veraz sobre uno mismo en relación con el principio socrático del “conócete a ti mismo”: en ellas se ve la plasmación de ese principio. Pero me parece interesante resituar esas prácticas, esa incitación a decir la verdad sobre uno mismo, en un contexto más amplio definido por un principio, el del cuidado de sí. Este precepto tan antiguo en la cultura griega y romana –y que encontramos, en los textos platónicos, asociado al “conócete a ti mismo”– dio lugar al desarrollo de lo que podríamos llamar un cultivo de sí, en el cual vemos la transmisión de todo un juego de prácticas de sí. Al estudiar estas prácticas, vi perfilarse un personaje, presentado como el socio indispensable de la obligación de decir la verdad sobre uno mismo. No hace falta esperar al cristianismo, la institucionalización a comienzos del siglo XIII de la confesión, para que la práctica del decir veraz sobre uno mismo se apoye en la presencia del otro que escucha, que exhorta a hablar y habla. En la cultura antigua, el decir veraz sobre uno mismo fue una actividad con los otros, y más precisamente aun una actividad con otro, una práctica de a dos.
Conocemos relativamente bien a ese otro en la cultura cristiana, en la que adopta la forma institucional del confesor o el director de conciencia; también en la cultura moderna se puede señalar a ese otro indispensable para que yo pueda decir la verdad sobre mí mismo, sea el médico, el psiquiatra, el psicólogo o el psicoanalista. En la cultura antigua su estatus es más variable, más vago, está institucionalizado con menos claridad: puede ser un filósofo de profesión, pero también una persona cualquiera.
Galeno, en su texto sobre la cura de los errores y las pasiones, señala que, para decir la verdad sobre sí mismo y conocerse, uno necesita a otro a quien debe buscar un poco en cualquier parte, con la sola condición de que sea un hombre de edad y serio. Puede ser un profesor, que en mayor o menor medida participe de una estructura pedagógica institucionalizada (Epicteto dirigía una escuela), pero puede ser un amigo personal, puede ser un amante. Puede ser un guía provisorio para el hombre joven que todavía no ha tomado sus decisiones fundamentales, que todavía no es completamente dueño de sí mismo, pero también puede ser un consejero permanente, que siga a alguien a lo largo de su existencia y lo conduzca hasta su muerte. Demetrio el Cínico era el consejero de Trásea Peto, un hombre importante en la vía política romana de mediados del siglo I, y lo sirvió como consejero hasta el día mismo de su muerte por su suicidio: asistió al suicidio de Trásea Peto y conversó con él, a la manera del diálogo socrático, sobre la inmortalidad del alma hasta su último suspiro.
El estatus de ese otro es, por tanto, variable. Y su papel, su práctica misma, tampoco son tan fáciles de definir. Ese papel tiene que ver con la pedagogía, se apoya en ésta, pero es también una dirección del alma; puede ser asimismo una suerte de consejo político. Pero ese papel también se metaforiza y quizás se manifiesta en una especie de práctica médica, porque se trata del tratamiento del alma y de la determinación de un régimen de vida, que comporta, por supuesto, el régimen de las pasiones, pero igualmente el régimen alimentario, el modo de vida en todos sus aspectos.
Ese otro, indispensable para el decir verdad de uno mismo, debe tener una calificación determinada, que, a diferencia de la cultura cristiana, no está dada por la institución y el ejercicio de ciertos poderes espirituales específicos. Tampoco es, como en la cultura moderna, una calificación institucional que garantice determinado saber psicológico, psiquiátrico, psicoanalítico. La calificación necesaria para ese personaje incierto, un poco brumoso y fluctuante, es cierta práctica, cierta manera de decir que se llama parrhesía: hablar franco.
El tratado de Plutarco sobre la adulación, “Cómo distinguir un adulador de un amigo”, es un análisis de la parrhesía o, mejor dicho, de esas dos prácticas opuestas que son la adulación y la parrhesía. Aquel texto de Galeno dedica toda una exposición a la elección de aquel de quien se dice que puede y debe usar ese hablar franco para que el individuo pueda, a su vez, decir la verdad sobre sí mismo.
El año pasado emprendí el análisis de la práctica de la parrhesía y del personaje que es capaz de utilizarla, a quien se denomina parrhesiastés. El estudio de la parrhesía y del parrhesiastés durante la antigüedad, en el cultivo de sí, es una suerte de prehistoria de las prácticas que se organizan en torno de algunas parejas célebres: el penitente y su confesor, el enfermo y el psiquiatra, el paciente y el psicoanalista.
Pero, en su origen, la parrhesía es fundamentalmente una noción política. Con la noción de parrhesía, arraigada originariamente en la práctica política y la problematización de la democracia, y derivada hacia la esfera de la ética personal y la constitución del sujeto moral, puede verse el entrelazamiento del análisis de los modos del decir veraz, el estudio de las técnicas de gubernamentalidad y el señalamiento de las formas de práctica de sí. Presentar este estudio en una tentativa de reducir el saber al poder, de hacer del saber la máscara del poder en estructuras en que el sujeto no tiene cabida, no puede ser otra cosa que una caricatura. Se trata, al contrario, de las relaciones complejas entre tres elementos distintos, cuyas relaciones son mutuamente constitutivas: los saberes, estudiados en la especificidad de su decir veraz, su veridicción; las relaciones de poder, no como la emanación de un poder sustancial e invasor, sino en los procedimientos por los cuales se gobierna la conducta de los hombres, y los modos de constitución del sujeto a través de las prácticas de sí.
La parrhesía, etimológicamente, es la actividad consistente en decirlo todo: pan rhema. El parrhesiastés es el que dice todo. Así, en el discurso “Sobre la embajada fraudulenta”, Demóstenes advierte que es necesario hablar con parrhesía, sin retroceder ante nada, sin ocultar nada.
Pero la palabra parrhesía puede emplearse con dos valores. Con un valor peyorativo –como la encontramos en Aristófanes, y luego de manera muy habitual hasta la literatura cristiana–, la parrhesía consiste en decirlo todo en el sentido de decir cualquier cosa: cualquier cosa que pueda ser útil para la causa que uno defiende o que pueda valer para la pasión o el interés que anima a quien habla. El parresiasta se torna entonces el charlatán impenitente, aquel que no es capaz de ajustar su discurso a un principio de racionalidad o de verdad. En el libro VIII de la República encontrarán la descripción de la mala ciudad democrática, una ciudad heterogénea, dislocada, dispersa entre intereses diferentes, pasiones diferentes, individuos que no se entienden. Esta mala ciudad democrática practica la parrhesía: todo el mundo puede decir cualquier cosa.
En su valor positivo, la palabra parrhesía consiste en decir la verdad sin disimulación ni reserva ni cláusula de estilo ni ornamento retórico que pueda cifrarla o enmascararla. El “decirlo todo” es: decir la verdad sin ocultar ninguno de sus aspectos, sin esconderla con nada. Pero esto no basta para definir la noción de parrhesía en el sentido positivo; hacen falta dos condiciones complementarias. Es preciso no sólo que esa verdad constituya a las claras la opinión personal de quien habla, sino también que éste la diga en cuanto es lo que piensa. El parresiasta da su opinión, dice lo que piensa, él mismo signa la verdad que enuncia, se liga a esa verdad y, por consiguiente, se obliga a ella y por ella.
Pero esto no es suficiente. Después de todo, un profesor, un gramático, un geómetra pueden decir, con respecto a la gramática o la geometría, una verdad en la cual creen y, sin embargo, no se dirá que eso es parrhesía. Para que haya parrhesía es menester que el sujeto, al decir una verdad que marca como su opinión, su pensamiento, su creencia, corra cierto riesgo, un riesgo que concierne a la relación que él mantiene con el destinatario de sus palabras; es menester que, al decir la verdad, afrontemos el riesgo de ofender al otro, encolerizarlo y suscitar conductas que pueden llegar a la más extrema de las violencias. En la “Primera filípica”, Demóstenes agrega: “Sé que al valerme de esta franqueza ignoro lo que se deducirá para mí de las cosas que acabo de decir”.
La parrhesía implica cierto coraje, cuya forma mínima consiste en el hecho de que el parresiasta corre el riesgo de poner fin a la relación con el otro que, justamente, hizo posible su discurso. El parresiasta siempre corre el riesgo de socavar la relación que es condición de posibilidad de su discurso. Lo vemos con claridad en la parrhesía como guía de conciencia, que sólo puede existir si hay amistad y donde el uso de la verdad amenaza poner en tela de juicio y romper la relación amistosa.
Ese coraje adopta una forma máxima cuando quien habla se ve en la necesidad de arriesgar su propia vida. Platón, cuando va a ver a Dionisio el Viejo, le dice una serie de verdades que ofenden a tal punto al tirano que éste concibe el proyecto –no lo llevará a la práctica– de matar al filósofo. Pero Platón lo sabía y había aceptado el riesgo. La parrhesía no sólo arriesga la relación entre quien habla y la persona a la que se dirige la verdad, sino que, en última instancia, hace peligrar la existencia misma del que habla, al menos si su interlocutor tiene algún poder sobre él y no puede tolerar la verdad que se le dice.
Con la salvedad de que la parrhesía puede organizarse, desarrollarse y estabilizarse en lo que cabría llamar un juego parresiástico. Porque aquel a quien el parresiasta dice esa verdad –trátese del pueblo reunido y que delibera sobre las decisiones que debe tomar, o del príncipe a quien hay que dar consejos, o del amigo a quien se guía– ese interlocutor, si quiere cumplir el papel que le propone el parresiasta, debe aceptarla, por ofensiva que sea para las opiniones de la asamblea, para las pasiones o los intereses del príncipe, para la ignorancia o la ceguera del individuo. El pueblo, el príncipe, el individuo deben reconocer que quien corre el riesgo de decirles la verdad tiene que ser escuchado. El juego de la parrhesía se establece a partir de esa suerte de pacto. La parrhesía es el coraje de la verdad en quien habla y asume el riesgo, pero es también el coraje del interlocutor que acepta recibir como cierta la verdad ofensiva.
La práctica de la parrhesía se opone al arte de la retórica. La retórica, tal como se la definía y practicaba en la Antigüedad, es una técnica, un conjunto de procedimientos que permiten al hablante decir algo que tal vez no sea en absoluto lo que piensa, pero que tendrá por efecto producir convicciones, inducir conductas, establecer creencias. La retórica no implica ningún lazo del orden de la creencia entre quien habla y lo que éste enuncia. Desde este punto de vista, la retórica es exactamente lo contrario de la parrhesía. El rétor puede perfectamente ser un mentiroso eficaz que obliga a los otros. El parresiasta, al contrario, será el decidor valeroso de una verdad.
A diferencia del rétor, el parresiasta no es un profesional. Y la parrhesía es algo distinto a una técnica o un oficio, aun cuando en ella haya aspectos técnicos. La parrhesía es una actitud, una manera de ser que se emparienta con la virtud, es una manera de hacer. Son procedimientos pero es también un rol, un rol útil, precioso, indispensable para la ciudad y los individuos.

* Extracto de El coraje de la verdad (Curso en el Collège de France, 1983-84), de reciente aparición (Ed. Fondo de Cultura Económica)

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