31.12.09

Rosario tan ella


Mirar a Rosario es estar frente a esas preguntas magníficas, de esas que admiten todas las respuestas o ninguna. Recuerdo los primeros tiempos en que la conocí. Callada, reservada, observadora, no parecía una nena de once años. Es verdad, nunca fue igual a nadie, quizás por esa porfía tan suya de ser ella misma.
De esos tiempos recuerdo una situación en particular. Generalmente apremiado por los tiempos, llegaba a la casa de Rosario por la siesta con la intención de enterarme de las tareas previstas para esa semana, consultar novedades o buscar alguna cosa. Desde mucho antes de llegar a su casa yo ya anhelaba que Rosario me abriese la puerta.
Me gustaba pensar que me esperaba, tan acostumbrada a mis visitas, saludándome indiferente o fastidiada por haberla despertado de la siesta, poniéndome al tanto de quien estaba o no presente, del  ánimo de Josecito o si tenía que pasar directamente al patio o a la cocina para encontrar a sus padres. Sin saberlo, Rosario me guiaba. Una vez dentro de la casa, me saludaba en la mejilla y yo sabía lo que tenía que hacer o donde se escondían esas cosas que siempre buscaba.  
Históricamente siempre tuve afinidad con los niños, siempre me vanaglorié del hecho de que en quince minutos yo me ganaba la atención de cualquier pibe pero desde un primer momento supe que con esta niña no sería fácil. Tuve que esforzarme. Es que el privilegio de su atención dura sólo un momento, escasos segundos, y luego se pierde haciendo otra cosa, siempre más importante que lo que uno esté pensando. Hay que tener cuidado cuando se quiere hablar con Rosario, pocas cosas le llaman verdaderamente la atención, así que siempre hay que saber de que hablar.
Los riesgos del ridículo son una constante diaria. Ante una persona como ella se corre el riesgo real y concreto de quedar desubicado perpetuamente. Un solo gesto le alcanza para desbaratar cualquiera de tus argumentos. Una simple mueca de su boca sumerge a cualquiera en un mar de dudas. O simplemente una mirada basta para sentirte un estúpido ante una nena, sin entender verdaderamente como pasó lo que pasó o como llegaste hasta ahí.
Conciente de todo lo que pasa, Rosario se sabe única y lo ha aceptado. Y lo muestra en sus cuentos, en su manera de relacionarse con la gente, en la organización perfecta de la compra en el supermercado. Me gusta pensarla como un faro ante el azote de las olas, digna y serena ante el mundo que se licúa y se debate por las cosas más nimias. Mientras los demás encallan, Rosario observa y al decir del estilo del catalán se hace sabia con los errores ajenos. Rosario sabe que hay cosas más importantes, en las que el resto de los mortales no piensa, que merecen su atención y ahí se centra. Las otras cosas, las mundanas, las diarias, en las que uno se embrolla, no las piensa, simplemente las ejecuta, imperturbable, fría, rápida, como quien se saca la caspa del hombro. No vaya a ser cosa que le quiten el tiempo.
Las posibilidades son inmensas y son todas suyas, quien sabe que será Rosario en un futuro pero de una cosa estoy seguro: sea lo que sea, lo que ella elija, la mujer que será Rosario enloquecerá a los poetas y asustará a los hombres mundanos. Dirán cualquier cosa pero no podrán resistirse. No le será fácil. Tendrá que acostumbrarse. Pero le costará menos que a otras tantas que se pasan toda la vida negando lo que son y sufriendo por miedo a aceptarse.
Pueden que pasen muchas cosas, puede que todo lo que digo no se cumpla. Pero todavía falta bastante. Recién recién tiene trece años.


23.12.09

Postales II

Por Ricardo Gutman



Hoy están acá pero ¿alguien me puede decir dónde se los llevan?

22.12.09

Consejos para las fiestas

Por Ricardo Gutman


Cada año lo mismo. Las mismas discusiones. Los mismos cálculos. Las mismas rencillas de siempre. Quizás cambie un poco el menú, los lugares, pero siempre lo mismo. La plata quemada. El Sertal a mano. Las copas de más. Las botellas de más. La comida que sobra para la vuelta del boliche. Que clericó o ensalada de frutas. El turrón cuando ya no te entra más nada. Es por eso que tengo la tentación de escribir unas recomendaciones para que estas fiestas las pases lo mejor que puedas, yo no puedo hacerlo por una cuestión de jurisdicción y jerarquía pero la mayoría de la cosas creo que son lo suficientemente lógicas.

1. Separá bien las cosas: Navidad es para la familia y Año Nuevo es negociable.
2. No comas de más. No tiene sentido. Al mediodía del 25 va a seguir ahí y es lo mejor que puede pasar.
3. Ya te lo dijeron mil veces: no te zarpes chupando.
4. No discutas al cuete, ¿qué sentido tiene pelearse en Navidad?. Si querés dejalo para Año Nuevo.
5. Evitá las películas navideñas, aunque Mi pobre angelito sea un clásico se corre el riesgo de ver a Schwarzenegger en alguna comedia.
6. Apagá el tele.
7. No rompas con los mensajes de texto masivos ni los mails en cadena.
8. Si tu familia es numerosa y todos se juntan en tu casa ya sabés que hacer: alquilá baños químicos.
9. Si salís aprovechá: podés saludar a quien se te ocurra con un beso total es navidad.
10. Juntá paciencia porque te van a saludar en cualquier lugar, cualquier persona.
11. Drogá a tu perro.
12. ¿Viste lo poco que dura el aguinaldo?
13. Desea siempre Felices Fiestas. Es lo políticamente correcto.
14. Si sos ateo, agnóstico o tu religión no se enmarca dentro de la concepción judeocristiana tanta alaraca no tiene sentido. Te recomiendo que disfrutes el feriado.
15. Y si sos creyente te pido un último favor: Matá a Papá Noel. Que vuelva el Niño Dios.  


¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ Felices Fiestas a todos !!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

16.12.09

Notas sobre un éxodo

Por Ricardo Gutman

I
La hoja está amarilla por los años y a duras penas se pueden ver las caras en la foto. Incluso alguna mancha adorna la nota, dándole cierto toque místico a la información. El titular dice La Cooperativa de Viviendas para Ferroviarios de San Cristóbal adquirió 99 lotes de terreno y está publicado en El Litoral, sin fecha pero supongo que habrá ocurrido durante los años 70. La nota pertenece al decano del periodismo local, don Osvaldo Giussanni, y pude acceder a ella gracias a Enrique, quien me entregó hace unos meses unas carpetas que don Osvaldo armó hace tiempo sobre el ferrocarril en San Cristóbal y es la tercera parte de una colección de cinco tomos más un apéndice, todas llenas de fotos y crónicas de una ciudad que se extraña.
Responsable de la mayor parte de nuestra memoria, don Osvaldo hizo mucho más que periodismo pueblero. La nota me llamó la atención desde el vamos porque muestra algo muy poco común por estos lugares pero muy desarrollado en otros: una cooperativa. La organización de los trabajadores logró conseguir casi cien viviendas situadas entre las calles Bv San Martín, J.M. Bullo, Las Heras y Ruta 4 y dentro del corpus de notas es quizás una más entre tantas que demuestran la incidencia y la importancia estructural de una clase trabajadora que se reconocía como columna vertebral de una comunidad. Después de hojear los cinco tomos creo ver allí, en esa conciencia de sí, una punta, una débil hipótesis, un indicio, una posible explicación de lo que pasó después, cuando nos transformamos en algo que nunca esperamos.
Pero no siempre todo está registrado. Muchas de las cosas que han pasado, no todas, se reflejan en las notas de Don Osvaldo. Debo dar fe que hasta el momento no he podido acceder a la riquísima documentación que me falta conocer más que nada por pereza. Pero hay una historia que no logré encontrar en esos cinco tomos y que llegó a mí de manera casual, una tarde cualquiera, hará ya un par de años.
II
La primera vez que escuché lo ocurrido en 1961 fue de boca de mi madre y desde ese momento me comprendo mucho más. Quizás no sea mucho. Quizás no sea nada. Pero es historia mía. Es parte de mí. Porque se es mucho antes de ser, se es incluso mucho antes de estar, simplemente porque siempre hay una historia detrás de cada uno. Hay cosas que hay que honrar, esa especie de nobleza de sangre sin título, ese lastre que se nos da antes de nacer, que no determina pero configura. Hacerse cargo de nuestra historia, de la madera de la que se está hecho, ayuda a comprender, en gran medida, lo que somos. La decisión está en nosotros, en cada uno, continuar el legado. O traicionarlo.
La percepción del tiempo es, llegado el caso, absolutamente subjetiva y los sucesos importantes alteran sensiblemente esa construcción. Cuarenta días de lucha bien pueden parecer años. Durante un tiempo que el calendario se esfuerza en decir que fueron más de cuarenta días, Barrio Dho amanecía, cada día, despoblado. Acostumbrada a ver salir temprano las bicicletas camino al ferrocarril, la barriada se había visto diezmada de hombres y esas mismas bicicletas descansaban, ociosas, acostadas sobre alguna pared mal revocada.. De los hombres, nadie sabía nada.
Por lo menos eso le decían a los gendarmes las mujeres con los nenes abrazados a sus piernas mientras la autoridad intentaba requisar las casas que, quien sabe porque mágica intervención divina, se volvían castillos impenetrables. Mi abuelo paterno iba con los gendarmes a buscar a los trabajadores, como personal jerárquico estaba obligado a hacerlo. Nunca entendí muy bien eso. Debo dar crédito a lo escuchado. Me han dicho que el viejo se portó bien, cuando le decían que el trabajador en cuestión no estaba se pegaba la vuelta y se iba sin preguntar nada más. No era que no lo supiese, todos sabían donde estaban los ferroviarios, pero nadie delataba al compañero.
Mi otro abuelo, Ferrer, cambista, estaba escapado. Como la gran mayoría de las bases ferroviarias en el país, se había plegado al paro en resistencia al plan de desmantelamiento pergeñado por Frondizi vía Plan Larkin, que ya en ese entonces aplicaba criterios productivistas a los servicios públicos y desplegaba el Plan Conintes para tratar de amedrentar a los huelguistas. La dirigencia intentaba infructuosamente negociar con el gobierno y adelantarse treinta años en el tiempo e integrar el negocio del desguace del ferrocarril, por eso las bases tomaron las riendas del reclamo haciendo caso omiso de los líderes gremiales, parando cuarenta y dos días.
Muchas historias se han contado de esos días, de lo que quizás fue la primer gran movilización ferroviaria, como la heroica actuación de las mujeres de Laguna Paiva que en defensa de la fuente de trabajo incendiaron los vagones repletos de gendarmes que venían a romper la huelga con sus ropas bañadas en querosén. La de la república de Barrio Dho es una más quizás, pero que me toca de cerca. Si lo pienso bien, yo también soy resultado de eso.
Como en todo suceso, las interpretaciones son muchísimas, las visiones mucho más y las posiciones muchísimas menos. Acuciado por la curiosidad, los relatos que me llegaron de la boca de Ferrer un tiempo antes de fallezca, bastante aislados, bastante esporádicos, solo asumen peso, entidad, si se las inserta dentro de los testimonios colectivos, de los otros viejos del barrio que todavía están, dentro de una construcción social. Vaya mi humilde homenaje a ellos; para los que están y para los dicen que se fueron pero se quedaron en el pecho.

III
Los hombres se habían puesto de acuerdo y el barrio iba a plegarse a la huelga. Había que irse, los rumores de que la policía actuaría no eran infundados. Había que dejar la familia. Las mujeres se hicieron parte de la huelga y aguantaron estoicamente esos días donde la plata y la comida faltaban por todos los rincones. De noche partieron hacia los campos camino a Crespo, con pocas cosas a cuestas y los besos húmedos del llanto de la pibada en las espaldas. No eran los únicos. Otros grupos en la ciudad, en el barrio mismo, habían decidido hacer lo mismo pero en otros lugares.
Cuarenta y dos días en el campo. No podían estar sin hacer nada. Los tipos eran trabajadores. Y devolvían los favores. Cómo el dueño del campo los alojaba y les permitía cazar animales para ellos y para llevar a los hogares, le laburaban el campo, desmontando, manejando los tractores, arreglando alambrados. Las noticias llegaban una vez por semana, de la mano de don Chamorro, quien en su carro, bien tapadas, traía las cosas que los huelguistas mandaban a su casa y viceversa en unos cajones de manzanas que hacían las veces de buzones, siempre de noche, los domingos. Los besos de los pibes viajaban en carro hasta sus padres.
No eran los únicos, otros ya habían tomado la decisión y partieron en todas la direcciones. Esto no podría haberse consumado sin cómplices, que de hecho existieron. Tácitamente, la ciudad con venas de riel se volcó a la protesta. Un hermoso complot sobrevolaba las calles. Los comercios fiaron durante esos días a las familias de los ferroviarios en evidente y silencioso apoyo. En los cines se hacían colectas para los huelguistas. Nadie decía nada. Pero todos sabían dónde estaban.
Uno de los participantes del éxodo lo graficó muy bien: “Si usted iba camino a El Colonial podía ver tranquilamente donde estaban los ferroviarios porque en el medio del monte podían verse los faroles con los que nos alumbrábamos de noche”. Confieso que no me pude resistir al encanto de la imagen, los ferroviarios eran faroles en medio de la oscuridad de un monte. En mi exploración de testimonios pude ver alguna que otra foto del suceso, ferroviarios posando junto a un tractor, con el rostro sonriente. Percibí cierta sensación de seguridad en esos rostros. No podía ser menos. Lo que sobraba era apoyo.

IV
Mi abuelo nunca me contó la historia de la huelga del 61, de hecho tuve que sacarle a jirones algún dato, algún nombre, que me permitiera al menos imaginarme la situación, pero podía ver en el pecho el orgullo de la proeza. La misma conducta la observé en casi todos los hombres con los que pude hablar, años después, el mismo brillo en los ojos. Algunos tenían recuerdos más fijos que otros pero todos recordaban básicamente lo mismo. Oficialmente la huelga duró 42 días; eso dicen los registros y los libros. Existen historias maravillosas sobre tamaña movilización a lo largo de todo el país, ejemplos de resistencia increíbles como así también las aristas desagradables. Basta mencionar el apellido Frondizi a cualquier ferroviario de más de setenta años para que los agravios empiecen a surgir. Cómo siempre pasa, una vez que se empieza a hurgar otras historias comienzan a salir, también cercanas. Hacer el ejercicio de imaginar esas bicicletas volviendo a salir de los portones ya le da otro sabor.
Quizás se pueda decir que no alcanzó, que semejante lucha no paró el avance contra el sistema ferroviario que terminó plasmándose treinta años después, luego de otra huelga inmensa como la de 1991, con cómplices propios que se hicieron la fama de combativos en 1961 y que treinta años después entregaron en bandeja una historia. Y es que las luchas populares, sobre todo la obrera, está llena de traidores, propios y ajenos, esos que solapados dejan que las cosas pasen por esos resentimientos que se agrandan a medida que pasan los años. Pero también tienen muchos héroes. Lo más probable es que todavía quede alguno por el barrio, que todavía calienta el agua para tomarse unos mates bajo la sombra de alguna parra. Pienso en las historias que se ignoran, en las que no sé. Siento que las necesito porque a pesar de todo siempre son un ejemplo.  Como la vez que los ferroviarios de Barrio Dho diezmaron el barrio.

8.12.09

Abel

Por Ricardo Gutman

I
El camino está inscripto en la memoria, tatuado, y el sólo hecho de saber que está lleno de escarcha hace acurrucar a Abel en la cama, deseoso de ser un microbio o algo que no necesite ropa para andar por la calle o que no necesite vestirse para enfrentar el invierno que cada vez viene peor.
Dos frazadas de dos plazas, la protección justa que otorga calor y no corta la circulación de la sangre, uno puede estar si quiere días enteros metido en la cama arropado con dos frazadas de dos plazas, tapado hasta las orejas, sellando los huecos por los que se cuela el invierno, amoldándose a los pliegues, aprovechando las depresiones del colchón, entregándose a la pereza. Si uno tiene suerte y se enferma, la madre puede abrirle el postigo durante el día para que el sol se refracte en el vidrio de la ventana y penetre en la pieza, envolviendo el ambiente y pegándose en las paredes. Pero no se puede, tiene que ir a la escuela, porque sí, porque tiene que ir. El desayuno todavía está por hacerse, breve consuelo de leche y café bien rápido porque la pereza atrasa siempre todo. Todavía le falta vestirse, enfrentar el agua congelada de las siete de la mañana que se vierte desde la canilla, despertarse, “Pero uno siempre se despierta”, se dice Abel, “tarde o temprano uno siempre tiene que despertarse”.
El vapor del café refresca la cara helada de Abel y humedece su nariz. A través del copo de vapor Abel piensa en el trayecto, en el frío trayecto camino al colegio. No es que sea mucho, no son más que ocho cuadras de viento gélido que se estaciona en el patio de la escuela, esperando que la bandera se ize al ritmo de una aurora que tirita y cumplir con las obligaciones patrias de soportar estoicamente el frío por respeto a la enseña, tan celeste y blanca como el invierno que se pega al denim de los pantalones y así, contentos, ser empujados a las aulas huérfanas de estufas.
Camino al colegio, Abel ya dejó atrás el lavatorio, la fría tortura de lavarse la cara a las siete de la mañana, el vestirse apurado, salir con el desayuno a flor de glotis. En la calle se dibuja la fila de municipales encogidos que caminan directo al taller luego de haber marcado tarjeta en la Municipalidad. Sin mayor preocupación los obreros saludan al pibe que displicentemente devuelve la atención mientras vuelven a la conversación. Abel no conoce a ninguno y nunca estuvo al tanto del contenido de las conversaciones pero aquí es obligación devolver el saludo. Lo sabe desde que iba a la primaria.
Como la mayoría de los chicos de su edad, Abel tiene la costumbre de fumarse un cigarrillo camino a la escuela, primer cigarrillo del día, después de comprarlos en el quiosco que está a dos cuadras de su casa. Como todos los días, Abel saluda al kiosquero que ya se acostumbró a su pedido diario de Lucky diez pero esta vez le agrega la compra de un encendedor, calcula si el dinero que tiene le alcanzará para comprarse todo, el paquete de cigarrillos y el encendedor tipo garrafa que garantiza más encendidas que ningún otro. Con la plata justa paga al kiosquero, saluda y sigue su camino rumbo al colegio. De memoria.

II
Todavía oscuro, el cielo no hace más que acentuar el frío del ambiente. Una muchedumbre envuelta en camperas, bufandas y guantes polares se acerca lentamente a izar la bandera inmóvil en la base del mástil. Ya en la puerta de la escuela, el cigarrillo se desprende de la mano de Abel para morir en la escarcha del cantero. Apurado, se dirige al patio exterior, donde la mayoría de los alumnos y docentes se encuentran formados, esperando a que lleguen los rezagados que quedaron en los cursos. La gente llega y los rumores se aplacan. El frío congela los maquillajes de las docentes y las posturas de los chicos a medida que el paño sube a una velocidad de grados bajo cero. Apenas llega a su cúspide, todo el personal pasa directamente a sus lugares, los chicos a los cursos, sin esperar el saludo de la directora. Los alumnos se agolpan como ganado y comienzan los primeros murmullos oficiales del día. Afuera la bandera ondea tímida en el patio. El sol hace lo posible para que amanezca.
Los pedagogos debiesen saber que los lunes a la mañana junto a los domingos a la tarde son los momentos donde el ser humano está más expuesto al suicidio. Comprobado estadística y científicamente por Emile Durkheim hace ya más de un siglo, es evidente que son esas horas las más críticas de la semana, donde la mayoría de las cosas carecen de sentido porque el tiempo se empecina en correr de otra manera y el ser humano es más vulnerable.
Es que los domingos a la tarde trastocan drásticamente el sentido de los días; si los días tienen sentido en sí, es decir, durante la semana uno vive los días de una manera ya establecida, espera lo que va a pasar sabiendo que el martes viene con tantas actividades y prepara las cosas para el miércoles, el miércoles es quizás el día más intenso, el jueves baja un poco y el viernes se mueve por la inercia del fin, ya se sabe que se termina la semana laboral, se vive de otra manera porque es viernes, sobre todo a la tarde o después de las ocho de la noche, es el día en el que se agradece que el trabajo termine y donde uno se enamora, como dice Robert Smith. El sábado está dedicado al goce y el domingo a la mañana a dormir. Ya se sabe que se hará. Los días se llenan solos. O se puede vivir toda la semana a full, aunque no es conveniente. Pero el domingo a la tarde es mortal porque hay que buscar como llenarlo, se pueden elegir maneras de sedarse y pasar el domingo, sobredosis de fútbol o películas varias para pasar la tarde y gran parte de la noche. El problema es cómo llenarlo, el riesgo es entregarse al domingo a la tarde sin haber previsto nada. Los lunes a la mañana son la continuación del domingo, por eso no se debe prever una evaluación para un lunes a la mañana. Está condenada al fracaso. Pedagógicamente hablando, es poco fructífera.

III
Lunes por la mañana, Abel tiene una evaluación, de Física, termodinámica. Lo único que Abel sabe de la termodinámica es que es una rama de la física que estudia los efectos de los cambios de temperatura, presión y volumen de los sistemas a un nivel macroscópico y que tiene tres leyes que ignora absolutamente. No es que no sea inteligente, sino que Abel tiene un problema: déficit de atención, atención dispersa, dicen que se llama. Está resignado pero igual entra al curso, que poco a poco se convierte en una jaula de palabras, murmullos y noticias frescas o no tan frescas. Nadie habla de la evaluación. Tampoco ha llegado el profesor. Nadie se sienta. Abel se apoya en la mesa, repasa por enésima vez la bandeja de entrada de mensajes de su celular en lo que va de la mañana para ver si alguien dejó algún mensaje pero no hay novedades desde ayer a la noche y guarda su teléfono en el bolsillo.
La profesora saluda y lentamente los alumnos ocupan sus lugares. El aula es un frezzer, las estufas brillan por su ausencia por un problema eléctrico de la escuela: “si enchufamos una estufa salta toda la instalación eléctrica” dijo la vicedirectora al principio del otoño, augurando un gélido invierno desde marzo. Por eso nadie se saca las camperas hasta las 10 de la mañana. Sin esperar a que los perezosos se sienten, la profesora comienza a repartir las hojas con las preguntas de la evaluación que fotocopió antes de entrar al curso; de allí la demora. Cuando la hoja llega al banco de Abel, en el extremo derecho del fondo del aula mirando al pizarrón, no sabe que se quedará allí por unos cinco minutos antes que Abel sienta la más mínima inclinación para ver lo que dicen las preguntas del examen. Las indicaciones de la docente pasan desapercibidas como el rumor del viento en las casuarinas, por lo menos para el oído de Abel.

IV
Sin intención de completar alguna pregunta de la evaluación, la mente de Abel se pierde en cualquier lugar. En algunos momentos, por la inercia del sueño, cabecea con intenciones de dormitar pero se sobresalta y vuelve en sí, con esa sensación tan horrible en el centro del pecho, como en esas noches de insomnio cuando se quiere dormir pero no puede y se despierta repetidas veces, entre ahogado y asustado. El ambiente ayuda, tan silencioso y frío. Pero sólo que ahora es en el salón de clases. Y no debe dormirse por riesgo a una sanción. La mañana avanza. Tímidos rayos de sol se asoman pero el frío no mengua. A estas alturas Abel ya decidió entregar la evaluación en blanco. Adentro todavía todos con camperas y bufandas. El viento parece haberse levantado con más fuerza porque las ramas de los árboles arañan las ventanas del aula en el primer piso. Abel ya no sabe que hacer. Mira el techo. Ya revisó nuevamente la bandeja de entrada de su celular. Ya jugó a los tres jueguitos. Ya rayó la mesa con su nombre decorado en líquido corrector. Ya intentó dormir aunque no pudo. Abel se aburre. Y sigue haciendo frío.
Entonces recuerda el slogan del encendedor tipo garrafita que compró rato antes que garantiza más de tres mil encendidas. Calcula. Un segundo por encendida son tres mil segundos, tres mil segundos son cincuenta minutos, cincuenta minutos casi una hora, un poco más de lo que queda para que termine la evaluación. Si el slogan es verdad el encendedor podría calentar toda el aula por unos cuarenta minutos y sobraría. Sólo un encendedor. Y de los más caros. Los otros, los más baratos, esos transparentes, seguro que se romperían antes pero bien podrían durar unos veinte minutos. Sólo sería cuestión de probar. Y de aguantar el tiempo suficiente con el pulgar apretado.        

V
El chasquido de la piedra pasa desapercibido entre las ramas que rozan el vidrio de las ventanas y Abel decide mantener encendido el encendedor el mayor tiempo posible. Cómo está atrás de todos nadie lo ve. No hay nada mejor que hacer. Cinco minutos después las primeras bufandas van tomando su lugar en el respaldar de las sillas y a los diez minutos a no hay nadie con camperas. Abel aguanta y el dedo no se quema. El ambiente ha cambiado sensiblemente. Afuera el viento sigue moviendo las ramas de los árboles pero adentro está templado y si bien sólo han pasado unos diez minutos los vidrios ya empiezan a condensarse. “Quizás sea sólo casualidad” se dice Abel, que no entiende mucho de lo que está pasando.
Como si de una coreografía se tratase, a los quince minutos los pulóveres empezaron a salir de los cuerpos perfectamente coordinados. Una leve brisa remolineaba en el aula acunando los cortinados color durazno. Semejante cambio de temperatura empezó a cosechar los esperados comentarios. Nadie imagina que ocurre. La evaluación pasó a segundo plano. Y Abel como si nada.
Pasados unos veinte minutos un aroma a tela quemada empieza a rondar la habitación. Todos olfatean al aire pero nadie puede detectar de donde viene. Abel sabe que los tejidos de las cortinas han empezado a deshilacharse por el efecto del calor insoportable pero lejos de inmutarse sigue con el dedo presionando la salida del gas del encendedor que todavía parece tener mecha para rato. La profesora se levanta del banco, toda sudada la frente, y empieza a deambular por el aula, buscando el foco de incendio que nadie ve. Repentinamente una cortina del fondo empieza a quemarse y la chica que estaba sentada en el banco contiguo salta desesperada al encuentro de la profesora. Abel la mira y se sonríe, incrédulo. La profesora parece percatarse de la situación y se dirige hacia el banco de Abel y dice algo que Abel no escucha. Los labios de la profesora se mueven muy lentos, demasiado despacio, pero ningún sonido parece salir de su boca. Ya el fuego tomó las otras cortinas y empieza a expandirse por el lugar. Los chicos empiezan a salir del aula, como animales en pánico. La docente intenta decirle algo a Abel sacudiéndolo por los hombros pero los chicos se la llevan con ellos mientras Abel sigue mirando como llueve fuego sobre los bancos lindantes a las ventanas. "Cortinas de fuego" se dice al mismo tiempo que los primeros bancos se incendian.
A diferencia del resto Abel está tranquilo. Se toma su tiempo, se acerca lo más que puede a las cortinas y prende un cigarrillo, solo en el curso. Afuera, en el corredor, la gente mira para adentro por la ventanilla de los vidrios de la puerta, haciendo señas, con los ojos desorbitados y los brazos en alto. Abel asiente con la cabeza mientras se aleja del fuego con el cigarrillo en la mano y se sienta en su banco.
Cinco minutos después Abel abre la puerta del aula y sale al corredor mientras se sacude una pizca de ceniza en su hombro derecho. La gente en el pasillo intenta fijarse en el estado de Abel pero el humo del aula y las llamas del pizarrón dificultan un poco la visión. Antes de cruzar tira el cigarrillo donde debiese estar la tercera fila de bancos, ahora reducida a una saludable flama, no sea cosa que el castigo sea peor.

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