2.11.09

El corte

Por Ricardo Gutman

AVISO: el calor puede haber afectado la cronología de los hechos. Incluso los hechos mismos.

Desperté, por primera vez, a eso de las nueve, y fui a la heladera en busca de un sorbo de agua. Cómo nunca, cerré la heladera con la velocidad propia de un jamaiquino. Me fui a acostar y todavía faltaban cuatro horas para que vuelva la luz, según el corte programado. Para las dos de la tarde y después de dos viajes más a la heladera, las sábanas eran un verdadero enchastre. Me levanté y saqué la ropa de cama, llevé el colchón al patio. El sol me quemaba en los brazos. Ya la luz había vuelto y fui por tercera vez a la heladera, a buscar algo de comer y de tomar. El agua no se había enfriado. Las gotas se deslizaban sobre el rostro. Puse la mesa. Arroz frío con bifes fríos. Prendí el tele y me puse a mirar no sé que película. Puse el ventilador al máximo. La casa estaba a oscuras. Cuando el ventilador comenzó a menguar comprendí.  Para las tres de la tarde empezó a regir la primera ley de Murphy. Si algo puede salir mal, saldrá mal.

Caminé hasta el kiosco y comprobé que tampoco había luz. Como es costumbre, ni una sombra invadía la Trabajadores. El sol destrozaba los ojos. La remera se adhería al pecho poseída de una húmeda vehemencia. Volví a casa. Cómo no había nada que hacer acomodé el dormitorio. Ordené libros, guardé ropa. Así se me habrá pasado una hora. Mi mamá, Carlos y mi abuela dormían. Abrí el frezzer. Todavía quedaba hielo. El bidón de la Copos agonizaba. Eso y dos botellas de agua en la heladera era lo único de líquido en el lugar. Comprendí que debiese haber hecho eso antes, así ahorraba un viaje al kiosco. Compré un sobre de jugo. Las gotas se deslizaban sobre el rostro. Un cansancio de mí se pegaba a mi piel. A las cuatro de la tarde decían que para las siete volvería la luz. Esperé a que todos despertaran y cebé dos jarras de tereré. Se hablaba lo justo y necesario. Todos decían qué calor.

Para las cinco y media intenté continuar con El doble de Dostoievsky. Diez páginas después el libro se recostaba sobre los tirantes de mi cama, abierto de par en par, y yo, en los mosaicos, buscando algo de fresco. Las gotas se deslizaban por el rostro, mojando el piso. Pensé en Esperando la carroza. “Decí que no perdimos a la Lala” me dije. Me levanté presuroso y busqué a la abuela. La Lala estaba sentada en el comedor, aburridísima. Le di un beso en la cabeza y volví al piso del dormitorio. Una frase que leí alguna vez me asaltó. “El calor degrada al ser humano”. Creo que la dijo el Puma Goyti. Que mejor muestra que este botón en el piso del dormitorio.

“Salvando las grandes diferencias entre las que debo incluir equipos electrógenos y autos con aire acondicionado, un corte de luz de veinte horas nos transforma a todos en iguales. No importa que tu vecino tenga aire acondicionado hasta en el baño y que uno tenga un ventilador de morondanga para toda la casa, si se corta la luz no hay tu tía, nos transformamos todos en los mismos sujetos insufribles e insoportables, para peor un domingo a la tarde. Da absolutamente lo mismo. Todos compartimos el mismo sufrimiento. Lo que sí da envidia son las casas con pileta. De material, fibra de vidrio o una pelopincho. De cualquier cosa. Son una bendición”.

Mientras yo deliraba en la pieza, tirado, Carlos exprimía las últimas gotas del agua del bidón. En el kiosco no tenían agua. Eso ya lo sabía. La mochila del inodoro se había convertido en un problema de diez litros por carga. Las previsiones indicaban ducha chavista. Para más tarde. A las siete de la tarde la cosa seguía igual. Ni hablar de tomar mate. El éxodo comenzó tipo siete y media, cuando mi abuela cansada de aburrirse y de ir de un lugar a otro decidió volver a su casa para pegarse un buen baño. Mi mamá y Carlos decidieron salir a caminar y yo me quedé solo. Dormido. En el piso del dormitorio.

Cuando desperté, una media hora después, salí a la calle, ávido de noticias. Indicios de viento. Rumores en el kiosco. Que vuelve a las once. Que vuelve a las dos de la mañana. Que en jefatura avisaron que recién el martes vuelve la luz. Me incliné por la última versión y me sonreí. Me miraron raro. En voz alta imaginé como sería la cosa sin luz durante varios días, a mí humilde entender muy parecida a La Huelga General, ese hermoso cuento de Jack London. Me avisaron que ya pasó. Seis días. Y que no había pasado nada de lo que refería el cuento. Me desilusioné. Es mi tendencia natural. A todo esto la tía Belkis ya se había instalado en el alero con su silla y me saludaba como siempre. Prendí un pucho y me fui al baño.

La ducha me revivió un poco. Acababa de empezar a rodar la segunda ley de Murphy. Todo lleva más tiempo del que usted piensa. Ya cambiado, me senté en el patio de luz, en lo que antes fue una glorieta, a fumarme otro cigarrillo. Lentamente la noche iba cayendo, acompañada de una tímida corriente de aire que se dibujaba en las ramas del jacarandá del tío Roberto, el único árbol decente de la cuadra. Acostado en la dormilona, observé que el lapacho que era de la Coca está cada vez más flaco. Aplasté el cigarrillo en el cantero, me quedé un rato más en la dormilona y salí a la vereda, para hacer algo.

Ya avanzadas las sombras, la fila de autos alumbraba
la Avenida y parecía que las luces jugaban carrera. Los empleados del kiosco atendían prácticamente en la vereda. Adentro no se podía estar. Silvia tenía una cara imposible de describir. Vendió casi todo lo de bebidas. Ya no quedaban velas. Ni repelentes. Ni espirales. Alguna que otra pila. Pero perdió los helados. Para las nueve y media la noche estaba completamente presente. Con la suficiencia de un vidente pronostiqué robos, accidentes de tránsito, amores furtivos en la vía pública y familias comiendo en la vereda. Todo al mismo tiempo. Todos asintieron. Uno dijo que en el centro la pibada jugaba al carnaval. El aire corría y tomaba coraje a través de las ramas raquíticas de los árboles de la avenida y más de uno pronosticó tormentas. Por las dudas me quedé, para ver si pasaba, pero me sorprendió la madrugada esperando la luz.

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