16.12.09

Notas sobre un éxodo

Por Ricardo Gutman

I
La hoja está amarilla por los años y a duras penas se pueden ver las caras en la foto. Incluso alguna mancha adorna la nota, dándole cierto toque místico a la información. El titular dice La Cooperativa de Viviendas para Ferroviarios de San Cristóbal adquirió 99 lotes de terreno y está publicado en El Litoral, sin fecha pero supongo que habrá ocurrido durante los años 70. La nota pertenece al decano del periodismo local, don Osvaldo Giussanni, y pude acceder a ella gracias a Enrique, quien me entregó hace unos meses unas carpetas que don Osvaldo armó hace tiempo sobre el ferrocarril en San Cristóbal y es la tercera parte de una colección de cinco tomos más un apéndice, todas llenas de fotos y crónicas de una ciudad que se extraña.
Responsable de la mayor parte de nuestra memoria, don Osvaldo hizo mucho más que periodismo pueblero. La nota me llamó la atención desde el vamos porque muestra algo muy poco común por estos lugares pero muy desarrollado en otros: una cooperativa. La organización de los trabajadores logró conseguir casi cien viviendas situadas entre las calles Bv San Martín, J.M. Bullo, Las Heras y Ruta 4 y dentro del corpus de notas es quizás una más entre tantas que demuestran la incidencia y la importancia estructural de una clase trabajadora que se reconocía como columna vertebral de una comunidad. Después de hojear los cinco tomos creo ver allí, en esa conciencia de sí, una punta, una débil hipótesis, un indicio, una posible explicación de lo que pasó después, cuando nos transformamos en algo que nunca esperamos.
Pero no siempre todo está registrado. Muchas de las cosas que han pasado, no todas, se reflejan en las notas de Don Osvaldo. Debo dar fe que hasta el momento no he podido acceder a la riquísima documentación que me falta conocer más que nada por pereza. Pero hay una historia que no logré encontrar en esos cinco tomos y que llegó a mí de manera casual, una tarde cualquiera, hará ya un par de años.
II
La primera vez que escuché lo ocurrido en 1961 fue de boca de mi madre y desde ese momento me comprendo mucho más. Quizás no sea mucho. Quizás no sea nada. Pero es historia mía. Es parte de mí. Porque se es mucho antes de ser, se es incluso mucho antes de estar, simplemente porque siempre hay una historia detrás de cada uno. Hay cosas que hay que honrar, esa especie de nobleza de sangre sin título, ese lastre que se nos da antes de nacer, que no determina pero configura. Hacerse cargo de nuestra historia, de la madera de la que se está hecho, ayuda a comprender, en gran medida, lo que somos. La decisión está en nosotros, en cada uno, continuar el legado. O traicionarlo.
La percepción del tiempo es, llegado el caso, absolutamente subjetiva y los sucesos importantes alteran sensiblemente esa construcción. Cuarenta días de lucha bien pueden parecer años. Durante un tiempo que el calendario se esfuerza en decir que fueron más de cuarenta días, Barrio Dho amanecía, cada día, despoblado. Acostumbrada a ver salir temprano las bicicletas camino al ferrocarril, la barriada se había visto diezmada de hombres y esas mismas bicicletas descansaban, ociosas, acostadas sobre alguna pared mal revocada.. De los hombres, nadie sabía nada.
Por lo menos eso le decían a los gendarmes las mujeres con los nenes abrazados a sus piernas mientras la autoridad intentaba requisar las casas que, quien sabe porque mágica intervención divina, se volvían castillos impenetrables. Mi abuelo paterno iba con los gendarmes a buscar a los trabajadores, como personal jerárquico estaba obligado a hacerlo. Nunca entendí muy bien eso. Debo dar crédito a lo escuchado. Me han dicho que el viejo se portó bien, cuando le decían que el trabajador en cuestión no estaba se pegaba la vuelta y se iba sin preguntar nada más. No era que no lo supiese, todos sabían donde estaban los ferroviarios, pero nadie delataba al compañero.
Mi otro abuelo, Ferrer, cambista, estaba escapado. Como la gran mayoría de las bases ferroviarias en el país, se había plegado al paro en resistencia al plan de desmantelamiento pergeñado por Frondizi vía Plan Larkin, que ya en ese entonces aplicaba criterios productivistas a los servicios públicos y desplegaba el Plan Conintes para tratar de amedrentar a los huelguistas. La dirigencia intentaba infructuosamente negociar con el gobierno y adelantarse treinta años en el tiempo e integrar el negocio del desguace del ferrocarril, por eso las bases tomaron las riendas del reclamo haciendo caso omiso de los líderes gremiales, parando cuarenta y dos días.
Muchas historias se han contado de esos días, de lo que quizás fue la primer gran movilización ferroviaria, como la heroica actuación de las mujeres de Laguna Paiva que en defensa de la fuente de trabajo incendiaron los vagones repletos de gendarmes que venían a romper la huelga con sus ropas bañadas en querosén. La de la república de Barrio Dho es una más quizás, pero que me toca de cerca. Si lo pienso bien, yo también soy resultado de eso.
Como en todo suceso, las interpretaciones son muchísimas, las visiones mucho más y las posiciones muchísimas menos. Acuciado por la curiosidad, los relatos que me llegaron de la boca de Ferrer un tiempo antes de fallezca, bastante aislados, bastante esporádicos, solo asumen peso, entidad, si se las inserta dentro de los testimonios colectivos, de los otros viejos del barrio que todavía están, dentro de una construcción social. Vaya mi humilde homenaje a ellos; para los que están y para los dicen que se fueron pero se quedaron en el pecho.

III
Los hombres se habían puesto de acuerdo y el barrio iba a plegarse a la huelga. Había que irse, los rumores de que la policía actuaría no eran infundados. Había que dejar la familia. Las mujeres se hicieron parte de la huelga y aguantaron estoicamente esos días donde la plata y la comida faltaban por todos los rincones. De noche partieron hacia los campos camino a Crespo, con pocas cosas a cuestas y los besos húmedos del llanto de la pibada en las espaldas. No eran los únicos. Otros grupos en la ciudad, en el barrio mismo, habían decidido hacer lo mismo pero en otros lugares.
Cuarenta y dos días en el campo. No podían estar sin hacer nada. Los tipos eran trabajadores. Y devolvían los favores. Cómo el dueño del campo los alojaba y les permitía cazar animales para ellos y para llevar a los hogares, le laburaban el campo, desmontando, manejando los tractores, arreglando alambrados. Las noticias llegaban una vez por semana, de la mano de don Chamorro, quien en su carro, bien tapadas, traía las cosas que los huelguistas mandaban a su casa y viceversa en unos cajones de manzanas que hacían las veces de buzones, siempre de noche, los domingos. Los besos de los pibes viajaban en carro hasta sus padres.
No eran los únicos, otros ya habían tomado la decisión y partieron en todas la direcciones. Esto no podría haberse consumado sin cómplices, que de hecho existieron. Tácitamente, la ciudad con venas de riel se volcó a la protesta. Un hermoso complot sobrevolaba las calles. Los comercios fiaron durante esos días a las familias de los ferroviarios en evidente y silencioso apoyo. En los cines se hacían colectas para los huelguistas. Nadie decía nada. Pero todos sabían dónde estaban.
Uno de los participantes del éxodo lo graficó muy bien: “Si usted iba camino a El Colonial podía ver tranquilamente donde estaban los ferroviarios porque en el medio del monte podían verse los faroles con los que nos alumbrábamos de noche”. Confieso que no me pude resistir al encanto de la imagen, los ferroviarios eran faroles en medio de la oscuridad de un monte. En mi exploración de testimonios pude ver alguna que otra foto del suceso, ferroviarios posando junto a un tractor, con el rostro sonriente. Percibí cierta sensación de seguridad en esos rostros. No podía ser menos. Lo que sobraba era apoyo.

IV
Mi abuelo nunca me contó la historia de la huelga del 61, de hecho tuve que sacarle a jirones algún dato, algún nombre, que me permitiera al menos imaginarme la situación, pero podía ver en el pecho el orgullo de la proeza. La misma conducta la observé en casi todos los hombres con los que pude hablar, años después, el mismo brillo en los ojos. Algunos tenían recuerdos más fijos que otros pero todos recordaban básicamente lo mismo. Oficialmente la huelga duró 42 días; eso dicen los registros y los libros. Existen historias maravillosas sobre tamaña movilización a lo largo de todo el país, ejemplos de resistencia increíbles como así también las aristas desagradables. Basta mencionar el apellido Frondizi a cualquier ferroviario de más de setenta años para que los agravios empiecen a surgir. Cómo siempre pasa, una vez que se empieza a hurgar otras historias comienzan a salir, también cercanas. Hacer el ejercicio de imaginar esas bicicletas volviendo a salir de los portones ya le da otro sabor.
Quizás se pueda decir que no alcanzó, que semejante lucha no paró el avance contra el sistema ferroviario que terminó plasmándose treinta años después, luego de otra huelga inmensa como la de 1991, con cómplices propios que se hicieron la fama de combativos en 1961 y que treinta años después entregaron en bandeja una historia. Y es que las luchas populares, sobre todo la obrera, está llena de traidores, propios y ajenos, esos que solapados dejan que las cosas pasen por esos resentimientos que se agrandan a medida que pasan los años. Pero también tienen muchos héroes. Lo más probable es que todavía quede alguno por el barrio, que todavía calienta el agua para tomarse unos mates bajo la sombra de alguna parra. Pienso en las historias que se ignoran, en las que no sé. Siento que las necesito porque a pesar de todo siempre son un ejemplo.  Como la vez que los ferroviarios de Barrio Dho diezmaron el barrio.

8.12.09

Abel

Por Ricardo Gutman

I
El camino está inscripto en la memoria, tatuado, y el sólo hecho de saber que está lleno de escarcha hace acurrucar a Abel en la cama, deseoso de ser un microbio o algo que no necesite ropa para andar por la calle o que no necesite vestirse para enfrentar el invierno que cada vez viene peor.
Dos frazadas de dos plazas, la protección justa que otorga calor y no corta la circulación de la sangre, uno puede estar si quiere días enteros metido en la cama arropado con dos frazadas de dos plazas, tapado hasta las orejas, sellando los huecos por los que se cuela el invierno, amoldándose a los pliegues, aprovechando las depresiones del colchón, entregándose a la pereza. Si uno tiene suerte y se enferma, la madre puede abrirle el postigo durante el día para que el sol se refracte en el vidrio de la ventana y penetre en la pieza, envolviendo el ambiente y pegándose en las paredes. Pero no se puede, tiene que ir a la escuela, porque sí, porque tiene que ir. El desayuno todavía está por hacerse, breve consuelo de leche y café bien rápido porque la pereza atrasa siempre todo. Todavía le falta vestirse, enfrentar el agua congelada de las siete de la mañana que se vierte desde la canilla, despertarse, “Pero uno siempre se despierta”, se dice Abel, “tarde o temprano uno siempre tiene que despertarse”.
El vapor del café refresca la cara helada de Abel y humedece su nariz. A través del copo de vapor Abel piensa en el trayecto, en el frío trayecto camino al colegio. No es que sea mucho, no son más que ocho cuadras de viento gélido que se estaciona en el patio de la escuela, esperando que la bandera se ize al ritmo de una aurora que tirita y cumplir con las obligaciones patrias de soportar estoicamente el frío por respeto a la enseña, tan celeste y blanca como el invierno que se pega al denim de los pantalones y así, contentos, ser empujados a las aulas huérfanas de estufas.
Camino al colegio, Abel ya dejó atrás el lavatorio, la fría tortura de lavarse la cara a las siete de la mañana, el vestirse apurado, salir con el desayuno a flor de glotis. En la calle se dibuja la fila de municipales encogidos que caminan directo al taller luego de haber marcado tarjeta en la Municipalidad. Sin mayor preocupación los obreros saludan al pibe que displicentemente devuelve la atención mientras vuelven a la conversación. Abel no conoce a ninguno y nunca estuvo al tanto del contenido de las conversaciones pero aquí es obligación devolver el saludo. Lo sabe desde que iba a la primaria.
Como la mayoría de los chicos de su edad, Abel tiene la costumbre de fumarse un cigarrillo camino a la escuela, primer cigarrillo del día, después de comprarlos en el quiosco que está a dos cuadras de su casa. Como todos los días, Abel saluda al kiosquero que ya se acostumbró a su pedido diario de Lucky diez pero esta vez le agrega la compra de un encendedor, calcula si el dinero que tiene le alcanzará para comprarse todo, el paquete de cigarrillos y el encendedor tipo garrafa que garantiza más encendidas que ningún otro. Con la plata justa paga al kiosquero, saluda y sigue su camino rumbo al colegio. De memoria.

II
Todavía oscuro, el cielo no hace más que acentuar el frío del ambiente. Una muchedumbre envuelta en camperas, bufandas y guantes polares se acerca lentamente a izar la bandera inmóvil en la base del mástil. Ya en la puerta de la escuela, el cigarrillo se desprende de la mano de Abel para morir en la escarcha del cantero. Apurado, se dirige al patio exterior, donde la mayoría de los alumnos y docentes se encuentran formados, esperando a que lleguen los rezagados que quedaron en los cursos. La gente llega y los rumores se aplacan. El frío congela los maquillajes de las docentes y las posturas de los chicos a medida que el paño sube a una velocidad de grados bajo cero. Apenas llega a su cúspide, todo el personal pasa directamente a sus lugares, los chicos a los cursos, sin esperar el saludo de la directora. Los alumnos se agolpan como ganado y comienzan los primeros murmullos oficiales del día. Afuera la bandera ondea tímida en el patio. El sol hace lo posible para que amanezca.
Los pedagogos debiesen saber que los lunes a la mañana junto a los domingos a la tarde son los momentos donde el ser humano está más expuesto al suicidio. Comprobado estadística y científicamente por Emile Durkheim hace ya más de un siglo, es evidente que son esas horas las más críticas de la semana, donde la mayoría de las cosas carecen de sentido porque el tiempo se empecina en correr de otra manera y el ser humano es más vulnerable.
Es que los domingos a la tarde trastocan drásticamente el sentido de los días; si los días tienen sentido en sí, es decir, durante la semana uno vive los días de una manera ya establecida, espera lo que va a pasar sabiendo que el martes viene con tantas actividades y prepara las cosas para el miércoles, el miércoles es quizás el día más intenso, el jueves baja un poco y el viernes se mueve por la inercia del fin, ya se sabe que se termina la semana laboral, se vive de otra manera porque es viernes, sobre todo a la tarde o después de las ocho de la noche, es el día en el que se agradece que el trabajo termine y donde uno se enamora, como dice Robert Smith. El sábado está dedicado al goce y el domingo a la mañana a dormir. Ya se sabe que se hará. Los días se llenan solos. O se puede vivir toda la semana a full, aunque no es conveniente. Pero el domingo a la tarde es mortal porque hay que buscar como llenarlo, se pueden elegir maneras de sedarse y pasar el domingo, sobredosis de fútbol o películas varias para pasar la tarde y gran parte de la noche. El problema es cómo llenarlo, el riesgo es entregarse al domingo a la tarde sin haber previsto nada. Los lunes a la mañana son la continuación del domingo, por eso no se debe prever una evaluación para un lunes a la mañana. Está condenada al fracaso. Pedagógicamente hablando, es poco fructífera.

III
Lunes por la mañana, Abel tiene una evaluación, de Física, termodinámica. Lo único que Abel sabe de la termodinámica es que es una rama de la física que estudia los efectos de los cambios de temperatura, presión y volumen de los sistemas a un nivel macroscópico y que tiene tres leyes que ignora absolutamente. No es que no sea inteligente, sino que Abel tiene un problema: déficit de atención, atención dispersa, dicen que se llama. Está resignado pero igual entra al curso, que poco a poco se convierte en una jaula de palabras, murmullos y noticias frescas o no tan frescas. Nadie habla de la evaluación. Tampoco ha llegado el profesor. Nadie se sienta. Abel se apoya en la mesa, repasa por enésima vez la bandeja de entrada de mensajes de su celular en lo que va de la mañana para ver si alguien dejó algún mensaje pero no hay novedades desde ayer a la noche y guarda su teléfono en el bolsillo.
La profesora saluda y lentamente los alumnos ocupan sus lugares. El aula es un frezzer, las estufas brillan por su ausencia por un problema eléctrico de la escuela: “si enchufamos una estufa salta toda la instalación eléctrica” dijo la vicedirectora al principio del otoño, augurando un gélido invierno desde marzo. Por eso nadie se saca las camperas hasta las 10 de la mañana. Sin esperar a que los perezosos se sienten, la profesora comienza a repartir las hojas con las preguntas de la evaluación que fotocopió antes de entrar al curso; de allí la demora. Cuando la hoja llega al banco de Abel, en el extremo derecho del fondo del aula mirando al pizarrón, no sabe que se quedará allí por unos cinco minutos antes que Abel sienta la más mínima inclinación para ver lo que dicen las preguntas del examen. Las indicaciones de la docente pasan desapercibidas como el rumor del viento en las casuarinas, por lo menos para el oído de Abel.

IV
Sin intención de completar alguna pregunta de la evaluación, la mente de Abel se pierde en cualquier lugar. En algunos momentos, por la inercia del sueño, cabecea con intenciones de dormitar pero se sobresalta y vuelve en sí, con esa sensación tan horrible en el centro del pecho, como en esas noches de insomnio cuando se quiere dormir pero no puede y se despierta repetidas veces, entre ahogado y asustado. El ambiente ayuda, tan silencioso y frío. Pero sólo que ahora es en el salón de clases. Y no debe dormirse por riesgo a una sanción. La mañana avanza. Tímidos rayos de sol se asoman pero el frío no mengua. A estas alturas Abel ya decidió entregar la evaluación en blanco. Adentro todavía todos con camperas y bufandas. El viento parece haberse levantado con más fuerza porque las ramas de los árboles arañan las ventanas del aula en el primer piso. Abel ya no sabe que hacer. Mira el techo. Ya revisó nuevamente la bandeja de entrada de su celular. Ya jugó a los tres jueguitos. Ya rayó la mesa con su nombre decorado en líquido corrector. Ya intentó dormir aunque no pudo. Abel se aburre. Y sigue haciendo frío.
Entonces recuerda el slogan del encendedor tipo garrafita que compró rato antes que garantiza más de tres mil encendidas. Calcula. Un segundo por encendida son tres mil segundos, tres mil segundos son cincuenta minutos, cincuenta minutos casi una hora, un poco más de lo que queda para que termine la evaluación. Si el slogan es verdad el encendedor podría calentar toda el aula por unos cuarenta minutos y sobraría. Sólo un encendedor. Y de los más caros. Los otros, los más baratos, esos transparentes, seguro que se romperían antes pero bien podrían durar unos veinte minutos. Sólo sería cuestión de probar. Y de aguantar el tiempo suficiente con el pulgar apretado.        

V
El chasquido de la piedra pasa desapercibido entre las ramas que rozan el vidrio de las ventanas y Abel decide mantener encendido el encendedor el mayor tiempo posible. Cómo está atrás de todos nadie lo ve. No hay nada mejor que hacer. Cinco minutos después las primeras bufandas van tomando su lugar en el respaldar de las sillas y a los diez minutos a no hay nadie con camperas. Abel aguanta y el dedo no se quema. El ambiente ha cambiado sensiblemente. Afuera el viento sigue moviendo las ramas de los árboles pero adentro está templado y si bien sólo han pasado unos diez minutos los vidrios ya empiezan a condensarse. “Quizás sea sólo casualidad” se dice Abel, que no entiende mucho de lo que está pasando.
Como si de una coreografía se tratase, a los quince minutos los pulóveres empezaron a salir de los cuerpos perfectamente coordinados. Una leve brisa remolineaba en el aula acunando los cortinados color durazno. Semejante cambio de temperatura empezó a cosechar los esperados comentarios. Nadie imagina que ocurre. La evaluación pasó a segundo plano. Y Abel como si nada.
Pasados unos veinte minutos un aroma a tela quemada empieza a rondar la habitación. Todos olfatean al aire pero nadie puede detectar de donde viene. Abel sabe que los tejidos de las cortinas han empezado a deshilacharse por el efecto del calor insoportable pero lejos de inmutarse sigue con el dedo presionando la salida del gas del encendedor que todavía parece tener mecha para rato. La profesora se levanta del banco, toda sudada la frente, y empieza a deambular por el aula, buscando el foco de incendio que nadie ve. Repentinamente una cortina del fondo empieza a quemarse y la chica que estaba sentada en el banco contiguo salta desesperada al encuentro de la profesora. Abel la mira y se sonríe, incrédulo. La profesora parece percatarse de la situación y se dirige hacia el banco de Abel y dice algo que Abel no escucha. Los labios de la profesora se mueven muy lentos, demasiado despacio, pero ningún sonido parece salir de su boca. Ya el fuego tomó las otras cortinas y empieza a expandirse por el lugar. Los chicos empiezan a salir del aula, como animales en pánico. La docente intenta decirle algo a Abel sacudiéndolo por los hombros pero los chicos se la llevan con ellos mientras Abel sigue mirando como llueve fuego sobre los bancos lindantes a las ventanas. "Cortinas de fuego" se dice al mismo tiempo que los primeros bancos se incendian.
A diferencia del resto Abel está tranquilo. Se toma su tiempo, se acerca lo más que puede a las cortinas y prende un cigarrillo, solo en el curso. Afuera, en el corredor, la gente mira para adentro por la ventanilla de los vidrios de la puerta, haciendo señas, con los ojos desorbitados y los brazos en alto. Abel asiente con la cabeza mientras se aleja del fuego con el cigarrillo en la mano y se sienta en su banco.
Cinco minutos después Abel abre la puerta del aula y sale al corredor mientras se sacude una pizca de ceniza en su hombro derecho. La gente en el pasillo intenta fijarse en el estado de Abel pero el humo del aula y las llamas del pizarrón dificultan un poco la visión. Antes de cruzar tira el cigarrillo donde debiese estar la tercera fila de bancos, ahora reducida a una saludable flama, no sea cosa que el castigo sea peor.

26.11.09

Sacate unas fotitos patito

Mi estimado amigo Germán de las Mercedes Cárdenas Musante posee múltiples características que hacen que valga más que su peso corporal en oro, entre ellas su carácter nómada, característica que no practica con medias tintas y que lo ha llevado a traspasar las fronteras de nuestra benemérita y nunca bien ponderada Argentina en ya varias oportunidades, con algunos "denominadores comunes".
En esta oportunidad este sancristobalense se encuentra apostado en la llamada Madre Patria, más específicamente en la ciudad de Zaragoza, con motivos aparentemente académicos dentro de su profesión de arquitecto. Este viajero aficionado a las becas de intercambio me ha hecho llegar más de 90 fotografías que certifican su contínuo ritmo de estudio y un pormenorizado foco en la arquitectura de Zaragoza, ciudad tan llena de contrastes que sin nigún lugar a dudas es bastante similar a San Cristóbal, sobre todo en los modelos de autos que he podido observar.
A continuación verán un poco de Zaragoza desde los ojos de Patito. Como la cantidad es demasiada para un solo post si están interesados en ver más (cosa que recomiendo) pueden clickear en la presentación colgada a su derecha, si la compu me deja.









Lo más probable es que yo nunca encuentre esta calle

















En esta foto podemos ver al pato haciendo amistades con un verdadero hombre de letras, no como yo





Este es un pequeño recorrido de las fotos que el patito me mandó y con su debida autorización han sido posteadas, se que hay otras fotos sobre un viajecito a Barcelona de las cuales no tengo autorización para postear pero espero en la brevedad recibir la confirmación del autor. Sin más me despido de mi amigo, no sin antes avisar que cuando vuelvas a tu terruño festejaremos como se debe, con una buena orgía etílica de cebada y nos decapitaremos como Dios manda. Que joder. (Esta sería la parte emocional del post).





24.11.09

Postales



Por Ricardo Gutman

Para los que no lo conocen, estas son unas fotos del Área Industrial de San Cristóbal, una postal nueva de la ciudad.
Nada por aquí.....




Nada por allá....


 No comment.

P/D: De ahora en más comenzaré a postear estas postales sancristobalenses, si tenés alguna que quieras compartir mandalas a ricky.gutman@gmail.com




15.11.09

Filosofía



Imagino que han visto este comercial de Coca Light, no?. Así estamos. No comment.

P/D: Debo reconocer que ese puchero me mata y que es verdad, necesitamos más grandulones.

11.11.09

Lapachos

La Vero le escribió a los lapachos hace tiempo y aquí va su poesía. Gracias Vero (espero haber editado bien la poesía)


Lapachos

Cuando miro los lapachos en desmesura
pienso en la señora-primavera
de abultado vientre florecido
que prodiga sus dones en el cuadro
del señor maestro Boticelli....

(Para Coca, en gratitud por la gracia de sus lapachos en flor)

No en todas las casas
desmesuran así
los árboles amantes
porque está claro
que ellos saben
en dónde  derramar   su alquimia rosa
en dónde  desatar     lujurias nuevas.
No en todas las casas
desmesuran así
los árboles amantes...
no asoman en las tapias de los necios
ni frente a estériles ventanas
de señoras castas y compuestas
no en el patio de los señores-hongo
no en las axilas del que saca cuentas
no en los jardines de la hipocresía
ni en las ventanas de la indiferencia
no en todas las casas
desmesuran así
los árboles amantes
hace falta urge se requiere
ofrecerles la piel    y la mirada
los brazos los senos las caderas
el alma los sentidos
las primeras y las últimas ideas
el tiempo la sed y los recuerdos
la voz el paso la cadencia
el grito el silencio y el destino
la vida total     llena de urgencias.

                               Verónica M. Capellino

Agonía de un rey

Por Ricardo Gutman

No puedo dormir con esas lágrimas goteando encima de mí”
No más lágrimas. Héroes del silencio
I
Nadie sabe bien cuantos años tenían. Cuando mi padre compró el terreno de mi casa ya eran los vecinos más importantes de la manzana. La Coca calcula con lágrimas que el más grande debe tener unos ciento cuarenta años. Por lo menos. El otro unos cincuenta. Todavía habla en presente la Coca. Ya estaban allí cuando se instaló en la ochava y por lo que ella dice la abuela de la tía Haydeé había traído al primero. Toda una historia. Estamos hablando de mucho tiempo.

Siempre fue admirable verlos. Su realeza se divisaba desde lejos. No se podía no mirarlos. Cuando uno avanzaba por la Hipólito Irigoyen camino a la Trabajadores se alzaban imponentes las copas de los lapachos, padre e hijo juntos, vigilantes e indiferentes. Cuando la primavera llegaba lo hacía siempre primero en sus hojas y cuando se iba el verano la vereda se pintaba de rosa. Siempre hubo otros árboles en la cuadra, en el barrio mismo. Pero no existirán otros como los lapachos de la Coca. El más viejo parecía querer resistirse al olvido. Dicen que el que avisa no traiciona.         

De los dos, precisamente el más viejo fue el que más quise siempre, quizás por la cercanía, porque siempre me dio sombra o porque fue el que adornó mi patio de flores caídas, el que me arruinaba el agua de la pileta o por ser el responsable de algunos de mis miedos. Nuestro primer encuentro, del primero que tengo recuerdos, fue poco prometedor. No porque fuese su culpa, sino porque como testigo involuntario del hecho poco pudo hacer, no porque fuese su intención, sino porque era, digámoslo así, su naturaleza misma.

Habrá que esperar un tiempo pero hay cosas que no volverán, ni las alfombras rosadas en el césped ni los pasos crujientes delatores, ni los caminos de cemento bordeados de lágrimas de verano. El retoño que crece en el centro del patio es todavía muy joven para saberlo. Es otro árbol más a la lista que de larga ya preocupa, no es el primero pero espero que sea el último. Era mejor cuando era pibe.

Como muchas cosas que nunca hice, escalarlo quedará como una cuenta pendiente. En lo que a mí respecta estuvo ahí toda la vida, así que es todavía peor. Hoy me di cuenta que extrañaría cosas simples que todavía no dejaron de ser, que todavía están pero que ya no. No me puedo acostumbrar a estas cosas por más que pase el tiempo. Siempre fue inmenso, poderoso, imponente, invasor, tímido, eterno. Digo siempre porque desde que lo conozco siempre fue así, salvo en los últimos tiempos, en los que la Coca tuvo que vender el patio. Quizás también se volvió profético por esa seguridad que dan los años. Seguro que fue pequeño, apenas un brote, pero yo no lo conocí así. Para mí fue siempre el que és, por más que se haya esforzado en pasar desapercibido por mero instinto de conservación.

Recuerdo el encuentro con una amarga cicatriz en la barbilla, una marca que no se irá jamás. Estábamos mi hermano, el Ale, el Martín y yo en el patio de la Coca, jugando a algo cuyo objetivo era saltar la mesa de material adornada de retazos de mosaicos. Los chicos saltaban, de lado a lado, tratando de llegar lo más lejos posible, tanto en distancia como en altura. Llegó mi turno y encaré con la vehemencia propia de mis cinco años y haciendo temprana gala de mi torpeza habitual me rompí la crisma contra el borde de la mesa, cortándome el mentón de lado a lado, cuando resbalé en el asiento que oficiaba de trampolín. El miraba, desde arriba, mientras yo dejaba mi sangre en sus raíces y mis lágrimas en el pasto. Eso fue hace más de veinte años. Hace poco me devolvió la atención.

II
La mañana de ese sábado había empezado al revés. El ruido de la motosierra me despertó temprano, justo cuando había decidido no salir el viernes y dormir hasta tarde el sábado para recomponer el sueño atrasado. Me desperté mal, fui hasta el patio, vi al tipo colgado del árbol y maldije la mala noticia. Intenté tirarme un rato en la cama pero no pude pegar un ojo el resto de la mañana. La imagen sin rostro del hombre que se empeñaba en matar los lapachos me asaltaba una y otra vez, sin descanso. Pensé en las opciones y posibilidades que llevaron a la Coca a vender el patio y entregar los árboles de esa manera, aún a sabiendas de que no existe nadie como ella que ame tanto a esas plantas. A duras penas logré comprenderla, sobre todo porque entendí que si no es fácil para mí aceptar la ida de los lapachos, menos lo será para ella. Desayuné unos mates, bastante tarde, y me puse a leer con el motor de la motosierra de fondo. Mentalmente empecé a hacer una lista de todos los árboles que me fueron talando desde pibe. Siempre hay uno suelto dispuesto a talarte los árboles.  

Seguramente lo habrá hecho alguna que otra vez, como todos llegado el caso, pero en esas ocasiones estoy seguro que no nos dábamos cuenta porque no habíamos mandado a hacer el contrapiso de material y los fluidos se habrán mezclado con la gramínea. Si para algo sirvió el contrapiso me alegro que haya sido para esto. Para al menos darnos cuenta. La primera en percatarse fue mi madre, de manera accidental, en una de sus habituales excursiones al patio. El contrapiso estaba manchado de pequeños círculos negros, justo en el espacio de sombra que el lapacho ocupaba en el patio, en las inmediaciones del asador, sobrando el tapial que nos separaba. Quizás si no hubiera vestido la musculosa no me hubiese sido posible entender que pasaba. Mientras intentaba dilucidar el origen de las manchas dos gotas cayeron sobre mi hombro, formando una línea negra, espesa, sobre el comienzo mi brazo derecho. Miré para arriba y entendí que el árbol lloraba. Se lo dije a mi vieja que entró a la cocina sin decir nada y yo me quedé en el patio mirando crecer las manchas en el cemento.

Era el principio del fin. Ya nada sería igual. El árbol entendía que estaba pasando. Todavía no era su turno pero la motosierra había podado de manera grosera su acompañante, ese que creció a su lado, retoño suyo, durante toda la mañana. Pronto le tocaría a él. Empecé a imaginar cómo serían las cosas una vez que ya no esté, cómo cambiaría la perspectiva de la rutina, de las cosas establecidas como normales. ¿Cómo sería entrar a mi casa y no ver la copa de los lapachos apenas abierta la puerta del pasillo? ¿Otra pared más? ¿Los tanques de agua reinarán en los aires? Desolado paisaje de antenas y de cables ¿Qué será de los gatos y los pájaros? Entonces comencé a extrañar mientras las lágrimas del lapacho caían sobre mí.

Sin poder evitarlo, las preguntas aparecían mientras avanzaba la siesta. Ya las tormentas no serán lo mismo ¿Quién arañará ese cielo nocturno naranja cargado de humedad? ¿Cambiará la voz del viento? ¿Cómo sabré cuando termina la época de heladas? ¿Quién se encargará de ponerle límites al sol? El árbol lloraba y yo debajo de él intentaba entender porque pasan estas cosas, bañado en una savia negra que cubría lentamente mis brazos. De vez en cuando se oía el ruido seco de una rama quebrándose cayendo al suelo o al techo de mi dormitorio. Los gatos del barrio improvisaron una platea en el techo del asador y miraban atónitos como el árbol contiguo menguaba con el correr de la tarde. No sé cuantas horas pasé bajo esa copa, mirando llorar al árbol que se despedía mientras la motosierra comía a su hijo. ¿Qué otra cosa puede hacer esa máquina? Para eso le pagan. Pero los gatos no entendían y maullaban bastante parecido a un lamento.

III
Hoy ya no es nada, simplemente un montón de ramas amontonadas que se van secando. Basura que en el mejor de los casos se llevarán los municipales. Al volver de San Francisco me di cuenta que ya no estaba más. Hoy que ya no está no se puede ni caminar por la vereda de tanto sol que pega en los ojos, el patio es un baldío, el cielo ya no tiene nadie que lo arañe y quien sabe que crecerá en ese lugar. Si es una casa podría llegar a tomarlo como una transformación o algo por el estilo, si eso degenera en algún local comercial me preguntaré para qué. De lo único que puedo estar seguro es que cuando las paredes crezcan yo recordaré que ese lugar en otro tiempo fue otra cosa. Y de un concierto de gatos a las tres de la tarde.

2.11.09

El corte

Por Ricardo Gutman

AVISO: el calor puede haber afectado la cronología de los hechos. Incluso los hechos mismos.

Desperté, por primera vez, a eso de las nueve, y fui a la heladera en busca de un sorbo de agua. Cómo nunca, cerré la heladera con la velocidad propia de un jamaiquino. Me fui a acostar y todavía faltaban cuatro horas para que vuelva la luz, según el corte programado. Para las dos de la tarde y después de dos viajes más a la heladera, las sábanas eran un verdadero enchastre. Me levanté y saqué la ropa de cama, llevé el colchón al patio. El sol me quemaba en los brazos. Ya la luz había vuelto y fui por tercera vez a la heladera, a buscar algo de comer y de tomar. El agua no se había enfriado. Las gotas se deslizaban sobre el rostro. Puse la mesa. Arroz frío con bifes fríos. Prendí el tele y me puse a mirar no sé que película. Puse el ventilador al máximo. La casa estaba a oscuras. Cuando el ventilador comenzó a menguar comprendí.  Para las tres de la tarde empezó a regir la primera ley de Murphy. Si algo puede salir mal, saldrá mal.

Caminé hasta el kiosco y comprobé que tampoco había luz. Como es costumbre, ni una sombra invadía la Trabajadores. El sol destrozaba los ojos. La remera se adhería al pecho poseída de una húmeda vehemencia. Volví a casa. Cómo no había nada que hacer acomodé el dormitorio. Ordené libros, guardé ropa. Así se me habrá pasado una hora. Mi mamá, Carlos y mi abuela dormían. Abrí el frezzer. Todavía quedaba hielo. El bidón de la Copos agonizaba. Eso y dos botellas de agua en la heladera era lo único de líquido en el lugar. Comprendí que debiese haber hecho eso antes, así ahorraba un viaje al kiosco. Compré un sobre de jugo. Las gotas se deslizaban sobre el rostro. Un cansancio de mí se pegaba a mi piel. A las cuatro de la tarde decían que para las siete volvería la luz. Esperé a que todos despertaran y cebé dos jarras de tereré. Se hablaba lo justo y necesario. Todos decían qué calor.

Para las cinco y media intenté continuar con El doble de Dostoievsky. Diez páginas después el libro se recostaba sobre los tirantes de mi cama, abierto de par en par, y yo, en los mosaicos, buscando algo de fresco. Las gotas se deslizaban por el rostro, mojando el piso. Pensé en Esperando la carroza. “Decí que no perdimos a la Lala” me dije. Me levanté presuroso y busqué a la abuela. La Lala estaba sentada en el comedor, aburridísima. Le di un beso en la cabeza y volví al piso del dormitorio. Una frase que leí alguna vez me asaltó. “El calor degrada al ser humano”. Creo que la dijo el Puma Goyti. Que mejor muestra que este botón en el piso del dormitorio.

“Salvando las grandes diferencias entre las que debo incluir equipos electrógenos y autos con aire acondicionado, un corte de luz de veinte horas nos transforma a todos en iguales. No importa que tu vecino tenga aire acondicionado hasta en el baño y que uno tenga un ventilador de morondanga para toda la casa, si se corta la luz no hay tu tía, nos transformamos todos en los mismos sujetos insufribles e insoportables, para peor un domingo a la tarde. Da absolutamente lo mismo. Todos compartimos el mismo sufrimiento. Lo que sí da envidia son las casas con pileta. De material, fibra de vidrio o una pelopincho. De cualquier cosa. Son una bendición”.

Mientras yo deliraba en la pieza, tirado, Carlos exprimía las últimas gotas del agua del bidón. En el kiosco no tenían agua. Eso ya lo sabía. La mochila del inodoro se había convertido en un problema de diez litros por carga. Las previsiones indicaban ducha chavista. Para más tarde. A las siete de la tarde la cosa seguía igual. Ni hablar de tomar mate. El éxodo comenzó tipo siete y media, cuando mi abuela cansada de aburrirse y de ir de un lugar a otro decidió volver a su casa para pegarse un buen baño. Mi mamá y Carlos decidieron salir a caminar y yo me quedé solo. Dormido. En el piso del dormitorio.

Cuando desperté, una media hora después, salí a la calle, ávido de noticias. Indicios de viento. Rumores en el kiosco. Que vuelve a las once. Que vuelve a las dos de la mañana. Que en jefatura avisaron que recién el martes vuelve la luz. Me incliné por la última versión y me sonreí. Me miraron raro. En voz alta imaginé como sería la cosa sin luz durante varios días, a mí humilde entender muy parecida a La Huelga General, ese hermoso cuento de Jack London. Me avisaron que ya pasó. Seis días. Y que no había pasado nada de lo que refería el cuento. Me desilusioné. Es mi tendencia natural. A todo esto la tía Belkis ya se había instalado en el alero con su silla y me saludaba como siempre. Prendí un pucho y me fui al baño.

La ducha me revivió un poco. Acababa de empezar a rodar la segunda ley de Murphy. Todo lleva más tiempo del que usted piensa. Ya cambiado, me senté en el patio de luz, en lo que antes fue una glorieta, a fumarme otro cigarrillo. Lentamente la noche iba cayendo, acompañada de una tímida corriente de aire que se dibujaba en las ramas del jacarandá del tío Roberto, el único árbol decente de la cuadra. Acostado en la dormilona, observé que el lapacho que era de la Coca está cada vez más flaco. Aplasté el cigarrillo en el cantero, me quedé un rato más en la dormilona y salí a la vereda, para hacer algo.

Ya avanzadas las sombras, la fila de autos alumbraba
la Avenida y parecía que las luces jugaban carrera. Los empleados del kiosco atendían prácticamente en la vereda. Adentro no se podía estar. Silvia tenía una cara imposible de describir. Vendió casi todo lo de bebidas. Ya no quedaban velas. Ni repelentes. Ni espirales. Alguna que otra pila. Pero perdió los helados. Para las nueve y media la noche estaba completamente presente. Con la suficiencia de un vidente pronostiqué robos, accidentes de tránsito, amores furtivos en la vía pública y familias comiendo en la vereda. Todo al mismo tiempo. Todos asintieron. Uno dijo que en el centro la pibada jugaba al carnaval. El aire corría y tomaba coraje a través de las ramas raquíticas de los árboles de la avenida y más de uno pronosticó tormentas. Por las dudas me quedé, para ver si pasaba, pero me sorprendió la madrugada esperando la luz.

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