13.9.11

Lentes


Ricardo Gutman
La mujer cantaba como hacía tiempo no escuchaba. No la conocía y tampoco me importaba, no sabía de donde era pero eso tampoco me importaba. Parecía joven, enérgica, libre; no se puede cantar así si uno está atado. Todos sabemos que los pájaros cantan mejor en libertad que comiendo mijo en una pajarera y esa mujer parecía no tener alambres al cantar.
El día era bastante pesado. Todo lugareño está acostumbrado ya a este calor pero yo no soy lugareño de este lugar, soy un pasajero en trance, creo. Asocié tamaño sudor que manaba de mi frente a una hipotética acumulación de sudor no gastado en los últimos tiempos en los que precisamente estuve muy lejos de ser un atleta. Ya estaba cansado de tomar cerveza, la bebida que inundaba las mesas del lugar. Me decidí por una gaseosa, mal no me haría aunque dicen que son bastante dañinas. No importa, últimamente tengo piedad hasta de un cigarrillo. Me prendí uno, tranquilo, pude ver como se quemaba progresivamente el tabaco y hasta llegué a escuchar el crujido de la encendida. Expire la bocanada con el mismo placer de siempre, jugando con el humo, haciendo argollas en el aire y asegurándome una vez más que la primera pitada del cigarrillo era la mejor de todas.

Me acomodé en un rincón contra la pared, en una de esas mesas semicirculares que están acompañadas de un sofá que las rodea. Enfrente la barra, a mi derecha, y a unos metros más allá del escenario, tres metros más atrás los baños, que ya imaginaba sucios. Todo el lugar estaba dominado por la madera, parecía un típico bar yanqui de película, donde todos los parias de la ciudad parecen terminar ahí, con la diferencia que no era yanqui; era uno de esos lugares donde la gente bien (no como uno) iría solamente con una 9mm en la cabeza.
Estaba ahí por obligación, se me notaba que no era parroquiano. La mujer seguía cantando, todos se paraban de la mesa para aplaudirla y ella sonreía. Después supe que no estaba acostumbrada al éxito, subió allí por efecto de la borrachera y como se hacía karaoke solamente habían tenido que desafiarla a subir. No se nada de blues, lo escucho y me gusta pero a esta chica no se le notaba que era aficionada. Quise divisar quién era pero  el humo, la baja luz del local y la ausencia de mis lentes me hacían borrosa la imagen de esta persona, solo pude distinguir que era morocha. Como Lucila.
Me acordé por qué estaba en ese lugar. Tenía que llegar a las once. Diez y media marcaba mi reloj. Era necesario armarse de paciencia para esperar a esa mujer, pero nunca me arrepentí, en todo el tiempo que la conozco, de haberla esperado. Ya la frescura de la gaseosa había hecho retroceder a mi transpiración. Todavía recuerdo esos días en que solamente tenía dos pesos en el bolsillo, los días en que un café salía un peso (pensar que era hace solo meses) y pasaba tres horas con dos cafés entre la mirada de los mozos que ya no sabían que preguntarme para que me fuera. Ahora me río y pienso que el hecho de hacerle el amor vale cualquier sacrificio. Hace bastante que no nos vemos, anda ocupada con su trabajo y la comprendo pero la ansiedad me mata. Siempre fui así.
Ya la gaseosa se acaba y amenaza llover. Once menos cuarto. Y claro, como no va a llover después de cuatro días de sensación térmica rayando los cincuenta grados, no hay asfalto que  aguante. Que no la agarre la lluvia; camina pesada cada vez que se moja.
Otro cigarrillo. Últimamente fumo mucho, vicio, ansiedad, nervios, que se yo. La gente pasa atrás de la estela de humo siguiendo las jarras de cerveza y todas las jarras saben a que mesa llevarlos. Las mesas más pobladas son las que están cerca del escenario. En los últimos quince minutos se fue poblando de gente. No puedo evitarlo y me pido una jarra de cerveza. Siempre terminamos mimetizándonos con el ambiente, ahora nadie me va a mirar por ser el único ser del lugar que toma una gaseosa. Todavía falta para que llegue. Teóricamente llegaría en cinco minutos, pero siempre suelo sumarle sesenta minutos más. Tampoco yo me perdonaría llegar cinco minutos tarde, no soportaría las plumas por mi culpa.
Pedí una hamburguesa y ahora sí el hambre terminó por  camuflarme. Me alarmé ante la posibilidad de que no me divisara al llegar y se fuera, pero al mirarme la camisa rosada se me salió una sonrisa socarrona y me acordé de cierta publicidad deportiva. Un pibe se acercó con una rosa de dos pesos sin espinas, no sé por qué se me acercó ya que nunca se le acercan a una persona sola, siempre a las parejas o a los grupos. Estimo que debe haber visto mi cara. Era natural. Siempre se me nota. Quizás sea un defecto pero aprendí a vivir con eso. Se la compré con vistas a futuro, con vistas a un romántico encuentro que hace mucho que le debo.
El ambiente se volvía cada vez más denso, los muebles parecían exhalar el humo de sus ceniceros. Once menos cinco. En vano miro el reloj, ya se que igual la esperaré. Muchas veces me pregunte por que no la conocí antes, hubiera sido más saludable, hubiera cometido menos errores, quizás no hubiera sufrido lo que sufrí, quizás fue necesario sufrir para llegar a conocerla. Extraña concepción de felicidad, suponer que la felicidad, o ese estado, se compone de una determinada cantidad de momentos conflictivos a superar. Extraña suposición la de creer que la ausencia de conflictos es el resultado de la suma de conflictos. No da. Los psicólogos existen por eso, que es lo mismo que presuponer que una conducta destructiva repetida ad infinitum durante el tiempo de nuestras vidas conducirá a su opuesto. No creo que sea así. De hecho la mayoría no es feliz, o cree que para ser feliz hay que pasar por muchas cosas. El hecho es que si todos fuésemos felices no existirían los psicólogos. Hemos vivido así milenios y parece que nadie se dio cuenta. En lo que a mí respecta la felicidad estaba a unos quince minutos de llegar. Estaba cerca. Quien sabe por donde andará. Si tuviese los lentes podría verla llegar, divisaría su figura, su caminar. Qué se yo, la cuestión es que nunca me pregunté, mientras llovía a cántaros, que hacía mirando a la vidriera como un estúpido a las once menos cuarto. Nunca me lo pregunte, ni sería capaz de hacerlo. Afuera la gente se mojaba gratis.
Unos pibes de veinte años, en la mesa que da a la derecha, se reían desmesuradamente. Tenían pinta de rugbiers, o por lo menos tenían las mismas costumbres. Gritaban las carcajadas. El líquido se tambaleaba en las jarras, cansadas de escucharlos reír. Se palmeaban la espalda como para arrancarse los pulmones. Hay gente así.
A los once de la noche en punto la lluvia se desató contra la vidriera. La chica del karaoke terminó su impensada función. Los aplausos eran sinceros mientras acompañan la bajada del escenario. Bajó del escenario y enfiló en mi dirección. La figura de la mujer que hasta hace unos minutos estaba cantando en el escenario se acercaba a mí. Si hubiese tenido los lentes me hubiera dado cuenta mucho más rápido. Sin mis lentes no distingo nada.

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