9.9.11

Luna en la ventana


Ricardo Gutman
Te veo acá, sentada al lado mío, en el mismo lugar donde hoy estamos como burlando al tiempo, ni vos ni yo somos los mismos pero eso no importa, la gente se encuentra para decirse cosas que tarde o temprano terminan por agotarse, pero siempre me acuerdo de mis afanes, de mis inútiles afanes por conquistarte, y eso es lo que hoy te quiero agradecer.
Yo bien sabía que esos afanes eran infructuosos, burdos quizás, y vos también lo sabías, niña, lo sabías y te gustaba de esa manera. Yo buscaba un pretexto para encontrarte y vos necesitabas que alguien te diga las cosas que siempre creíste de vos.
Nunca hubiéramos llegado a nada, yo demasiado fuente de plaza y vos demasiado arquitectónica, con tus fuerzas y tensiones y estructuras que se me olvidaban apenas cuando cantabas, entonces ya no importaba morfología; que podían importar las formas de nada.

Entendí todo aquella nochecita en que te leí mi humilde descripción de las nocturnas aguas danzarinas frente a las mismas aguas en movimiento y no podías entender que lo que te estaba diciendo era lo mismo que estábamos viendo. Ese día princesa, comprendí que nunca llegaríamos a nada.
Te agradezco tus besos, de veras te los agradezco, por que cada cosa que pasó me sirvió para aprender y a partir de nuestra partida aprendí de cada cosa que me pasó, de cada cosa. Te agradezco, vuelvo a repetirte, los besos que me diste. Los besos merecidos, los besos que se merecen por tantos afanes y tanta insistencia.
Yo estaba convencido de lo que hacía, sinceramente, creía que te había encontrado por esa cosa que tengo de creer que existen las casualidades y los destinos predestinados pero si hoy me vieses, me conocieses y reconocieses verías que ya no soy el mismo aunque algo guardo del que fui.
El momento exacto en que partiste del día en que te fuiste comprendí plenamente que en ese lugar, en ese momento, en ese preciso instante, comenzaba mi vida. Cuando doblaste por la esquina entendí de manera cabal que ya tenía un pasado, que ya era alguien como los demás, esos que dicen que cuando vos fuiste ellos ya volvieron no sé cuantas veces.
Eso me di cuenta unos meses después, cuando les comentaba a los hombres y a las mujeres que ocasionalmente me acompañaban en una charla de café de la maravilla de la experiencia de haberte conocido y de lo bendito que era por haberte vivido.
Me di cuenta de que cuando hablaba de vos encantaba a todo el mundo. Repentinamente todos quedaban hechizados de mi relato de vos y de lo feliz que había sido; te confieso que eso me sirvió para granjearme la compañía de muchas mujeres fascinadas por lo que había vivido con vos.
Es más, me volví de esos que aseguran que los demás no han vivido nada como lo que ha vivido uno. Llegué a asegurar que amar era lo que yo había hecho con vos y lo que vos hiciste conmigo. Los demás, perdón por la soberbia, sólo habían tenido experiencias incompletas.
Es que hasta ese momento yo había vivido vagamente o vagamente había vivido. Hasta ese momento mi fecha de nacimiento figuraba en mi documento como una prueba irrefutable de mi existencia. Tu llegada trastocó de manera increíble mis días. Me cambiaste. Y te lo agradezco.
Es que era tan fácil amarte. Caía en la cuenta de ello cuando te veía resplandecer a la luz de la luna que entraba por la mínima ventana de la habitación. “Una mujer que resplandece a la luz de la luna está durmiendo a mi lado todas las noches” me decía mientras te acariciaba la espalda al ritmo de tu sueño. Y la luna te recorría entera pintándote el cuerpo de plata divina.
Era hermoso verte dormir. Sobre todo en verano, cuando la luz del día entraba más temprano y yo me levantaba horas antes de salir al trabajo para verte dormir luego de haber pasado horas viendo como la luna te recorría por la noche. Recuerdo que me levantaba despacio, tratando de no profanar tu sueño que era mi vigilia y me corría tranquilo hacia la silla de plástico de la pieza y allí me quedaba, con la cara entre las manos y los codos apoyados en mis rodillas, viéndote dormir. En mi vida sentí tanta paz.
Y después era tu nombre, tan mágico y sutil que no había grito que lo astillara ni piedra que lo rompiese, tu nombre eterno que merecen todas las hijas que uno tenga con otras mujeres, tu nombre que se pone sólo por amor, el nombre que todas las mujeres debiesen tener. Tu nombre irresistible, tu nombre puro y hermoso y santo y único. Nombrarte era llenarse el alma.
Sería faltar a la verdad decir que sólo me diste eso, por que me diste mucho más de lo que pudiese nombrar. Pero con eso me alcanzaba y es una deuda que nunca podré pagar.
Y después te fuiste y aprendí que eso también es el amor. Gracias por haberme parido.    

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