14.8.10

Boys don´t cry

Ricardo Gutman

Hacía tiempo que venía así, con esa opresión en el pecho, esas ganas de llorar en plena calle que se desintegran apenas se llega a la casa, al trabajo, a las estaciones de colectivos. Porque no se puede llorar en la calle, no es ni siquiera meritorio, si se va a llorar hay que hacerlo bajo la ducha o en una silla, en el mismo patio de la casa si se quiere, pero siempre en casa. Nunca en la calle. No hay dignidad en eso. Los hombres también lloran, pero cuando nadie los ve. Eso dicen.
Todo empezó un lunes, en el baño del bar de Darío. Por primera vez en mucho tiempo se miró al espejo y no se reconoció. Directo a los ojos, que no eran los mismos de antes, abiertos, blancos y atentos. No era él con esos ojos amarillos y apagados, de párpados caídos, ojos rotos, astillados, hastiados de lo mismo repetido, ni siquiera conformes, ni siquiera tranquilos. Ojos vencidos era lo que veía. Y eran suyos.
Le gustaría haberse traído el taco de pool que hacía rato se encontraba tirado en el fondo ciego del ropero, ahí donde dejaba las cosas que pensaba no usar más, como la paleta de paddle o la colección de etiquetas de cigarrillos que había dejado de juntar. Nunca tuvo alma de coleccionista, las cosas y los intereses nunca le duraban mucho. Desde pibe le pasaba con los juguetes y esas cosas, de grande; con los lugares,  los trabajos y las carreras. Lo mismo le había pasado con el pool, lo que al principio fue una fiebre con compra de taco incluida hoy se había diluido en el fondo del ropero. Ya no jugaba. Se había convertido en los viejos esos que se acodan en la barra o en la mesa de la ventana y ven jugar en silencio y con la cabeza recostada en una mano a los demás o que escuchan el sonido de las bolas chocándose sin darse vuelta. Había envejecido sin quererlo y todavía no llegaba a los treinta años. Y en medio de ese silencio de viejo en la barra se le vino a oleadas las ganas de llorar.
 
“Quién diría” dijo en voz alta, y nadie escuchó. “Pero yo ya no soy yo ni mi casa ya es mi casa” se recitó para el mismo, mirándose al espejo y tomando un sorbo de cerveza a medio camino entre fría y caliente. Ya no podía reconocerse, no por lo menos lo que el recordaba de sí, él que se había jactado tantas veces de ser el que figuraba en el documento. La luz blanca del lavatorio lo hacía lucir realmente patético, rojas las mejillas, el ceño fruncido, ojos amarillos, mechones de cabellos buscando una posición definida, retazos de piel muerta en los bordes de las cejas. Se pasó la mano por el pelo tratando de dibujar un jopo y la caspa se posó en los hombros de la campera azul. Se rascó la barba a la altura del mentón mientras se miraba los ojos amarillos y la mezcla piel muerta y  mugre llovía sobre el pecho del pulóver. Tomó otro trago de cerveza sin sacarse los ojos de encima, se limpió el bigote con la manga de la campera y volvió a la barra con los ojos cargados de agua.
Las mesas de pool estaban todas ocupadas y la ronda era larga. El viejo Tito se dio cuenta. J. miró la hora, se dijo que ya era tarde. El viejo Tito lo invitó a ir a Salta un par de semanas. “Ojalá Tito”, le respondió J, “allá es otra cosa pibe” dijo el viejo que lo miraba con ojos de perro manso. “Me tengo que ir a la mierda Tito, me tengo que ir de acá” respondió el pibe mirando con los ojos clavados en el reloj que marcaba las una y media. Uno se coló diciendo que de vez en cuando unas vacaciones no vienen mal. J. sonrió y asintió la afirmación con indiferente cortesía. La conversación siguió entre el Tito y el otro, de lo lindo que es Salta para irse de vacaciones. De las fiestas, de las comidas, de los paisajes, de las mujeres.  La cerveza se había calentado. Calculando las horas de sueño, J. decidió que era hora de irse. Saludó a todos como de costumbre. Todos lo saludaron, como de costumbre. La voz del Tito fue la última en despedirse. La noche estaba fría y se subió el cuello de la campera para que el frío no le diese en la garganta. Había comenzado el tiempo de la bufanda.
El día siguiente comenzó como todos los días siguientes de últimamente, con esa pesadez en la cabeza que lo retrasaba más de la cuenta y ese tic de estar pendiente a cada momento del reloj para no llegar tarde al trabajo. Afuera hacía un frío antológico, se cerró todo lo que pudo, encogido en sí, y se encaminó a la oficina, como todas las mañanas de lunes a viernes. Había descubierto que el trabajo administrativo podía ser aburrido. Lo que un tiempo fue la panacea se había convertido en un lastre necesario. No había mucho que elegir. Y llegado el caso bastante que agradecer.  “Es lo que hay” se repetía todas las mañanas, como para darse fuerza. Otra mañana pasó sin nada que ofrecer entre los chillidos de teléfono y las quejas de siempre.
La casa estaba en penumbras por más que era mediodía. Primero entró el humo del cigarrillo y después él. La ventana hacía brillar una silueta en la mesa. Al prender luz del comedor la pistola estaba ahí, en el centro de la mesa y casi sin quererlo J. se fue acercando a ella con tímidos pasos de culpable.
J. la mira, tranquilo, sintiendo que nada es inevitable por más que se lo tenga enfrente, riéndose envuelto en la nube de humo que sale de su boca. Lentamente la pasa de una mano a otra, lentamente una mano se la pasa a la otra. Ninguna se atreve a sentirla, a pesarla, a empezar a reconocerla por más que J. se lo ordene por que solo él sabe de su miedo, ese miedo que recorre cada sinapsis desde su cerebro hasta sus manos temblorosas. Por eso J. las perdona, así, sin más, sin ninguna explicación estúpida fuera de lugar.
J. acuesta el arma sobre las palmas como quien toma un poco de tierra para luego dejarla escurrir entre los dedos, mezcla de ancestral rito milenario, misterio y cursi de foto de tapa del National Geographic; intentando convencerse de que el arma es sólo un terrón de tierra y no algo que queriendo o sin querer mata y te deja tirado, quieto en el piso. Piensa que ojalá se le desintegrara y solo tendría que ver unas míseras limaduras, una brillante montaña de polvo metálico borrándose en el aire, un algo lastimoso  que va pudriéndose pero que podrá tirar, limpiarse las manos y seguir fumando ese cigarrillo que sin pedir permiso se acaba en el cenicero. Pero el pedazo de metal sigue ahí, envuelto por el humo del cigarrillo que dibuja antorchas, candelabros y flamas grises en el aire. J. nunca tuvo un arma ni sabe como la que se mece en sus manos llegó hasta ahí. Pero no le importa, porque el arma está allí y justo en el momento menos indicado. El débil foco de cuarenta resalta el percutor. J. logró que las manos dejen de temblar un poco pero no el corazón, controlando lo que todavía puede controlar pero siempre hay algo, algún lugar siempre te llora y entonces.  Dicen que una bala siempre dice la verdad.
J. la mira, con la misma sorpresa inicial de verla en su mesa sin saber de dónde salió. No se siente en sí, no sabe muy bien porqué la tiene entre sus manos, bailando de palma en palma, mojándola con la transpiración. J. no controla sus movimientos, no los entiende, sus desplazamientos son toscos, duros, lentos e impredecibles, como un titiritero primerizo que no controla su marioneta salvo que la marioneta, en este momento, es él. Todo es mecánico, como si estuviese previsto, fijado, escrito. J. no sabe ni comprende como el caño de la pistola se va acercando a su ojo derecho, cada vez más cerca, cada vez más estable.
Los pensamientos se suceden veloces y sin lógica. El túnel negro que se posa en su ojo derecho parece querer decir algo. Su pulgar derecho lentamente recorre de arriba hacia abajo el gatillo de la pistola, acariciándolo. Un silencio seco se esparce a medida que el caño se acopla al ojo, acomodándose entre los músculos, frío al principio, cálido unos segundos después. El tiempo se expande. Quizás allá atrás haya algo. Alguna respuesta, una revelación. Agradece la invitación. El silencio se desgarra. Y allá atrás no hay nada. Salvo un fondo interminablemente  negro.
Ni un túnel, ni una luz, ni puertas, ni gente esperándote. Atrás no hay nada. J. ha dejado la pistola en el borde de la mesa, dormida en su sueño negro. Se ha secado la transpiración en el pantalón pero sus ojos no se han apartado de ella. Todavía no pueden. Paulatinamente se va alejando de la mesa sin dejar de mirar el arma y choca con la puerta del dormitorio que se abre sin oponerse y lo deja pasar. A medida que se aleja la perspectiva va escondiendo la pistola. Sin saber por qué llegó al frente del ropero y se zambulló en el mueble. El taco estaba como el primer día, dentro de su caja, con todos los accesorios. Lo miró un rato, lo armó, comprobó su rectitud y se quedó lustrándolo.      

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